En vísperas de la Navidad de 1914, en la Primera Guerra Mundial, el ejército alemán adornó las trincheras con ornamentos típicos de las fechas y comenzaron a canturrear villancicos. Los británicos se contagiaron de tan noble espíritu, y comenzaron a imitar a los que hasta entonces habían sido sus enemigos irreconciliables en el campo de batalla. Hasta tal punto llegó la situación, que se intercambiaron regalos en la conocida como tierra de nadie, cigarrillos, licor, llegando a confraternizar y permitiendo que cada uno retirara a sus caídos para darles digna sepultura, para que sus cuerpos no formaran parte del paisaje del horror que otros habían promovido hasta la estulticia. Aquella noche pudo ser el inicio de una nueva era, en la que los soldados, la carne de cañón de los generales colmados de medallas cubiertas de sangre e ínfulas de honor, deberían de haber elegido un futuro diferente, en el que sus miserables vidas no fueran algo tan prescindible como la hierba pisoteada por los tanques. Pudieron acordar la paz, al margen de los estados que les habían colocado al otro extremo de un fusil. Pero no fue así, porque el espejismo fue una quimera imposible. Después de aquella noche de buenas intenciones, en la que hombres sencillos y diferentes fueron iguales, después, simplemente, volvieron a matarse unos a otros. La indignidad del ser humano puede ser absolutamente devastadora, hasta el punto en el que los altos mandos sintieron miedo de aquella maniobra humanitaria, y para que no se volviera a repetir, en lo sucesivo, ordenarían bombardeos masivos en los días previos a la Navidad, para sepultar la esperanza entre fuego y sangre. Una pena.
Feliz Navidad a todos.