Un viejo debate era el de ser de ciencias o de letras. Cada uno esgrimía sus razones o no esgrimía razón alguna y su tesis no precisaba prosperar, sino exhibirse a modo de insignia. Yo soy de letras. Yo soy de ciencias. Conforme han ido pasando estos días de confinamiento doméstico y escalada de tragedias afuera, uno se ha dejado convencer por la primordial injerencia de las ciencias en la vida. No es que tengamos tecnología y dependamos de ella de un modo absoluto; no es que las máquinas ocupen un lugar preferente en la gestión de lo social y en trajín de lo privado: es que dependemos de los científicos. Ahora más que nunca. Es de ellos la llave que abrirá la puerta de una posible salida de este marasmo vírico. Vendrán otros. Creo que ser virólogo (por desgracia) será una profesión de futuro. Si un niño, al ser preguntado, suelta que de mayor quiere luchar contra los virus, hay que estimularlo, comprarle un microscopio, dejarle que vea documentales en televisión, comprar libros sobre monstruos invisibles que devastaban las ciudades. Quizá salve millones de vidas cuando empiece a trabajar. Si es que no se queda a mitad del camino. Si es que no le entorpece la administración su progresiva adquisición de experiencia, conocimientos y títulos. A pesar de todo, no hay que dar de lado a las letras. Hay poesía en el desastre. Nos manejamos con metáforas. La belleza hay que contarla también.