Nada, que me ingresan en un psiquiátrico. Ya lo voy avisando. Y es que este trimestre no levantamos cabeza. Desde que el mayor empezó el cole, no falla, cada 15 días un virus nuevo. Él, que no se ponía malo jamás, ahora es adicto al Apiretal. Además, estoy en un sinvivir, pensando que se lo va a contagiar al bebé. Total, que cuando está malo, me paso el día persiguiéndole para que no besuquee al hermanito y se lave las manos cada dos por tres antes de tocarle. El bebé ha salido duro, porque ha ido sorteando los virus que ha traído su hermano, no como sus sufridos padres, que los hemos pillado todos. Y, además, son virus anti-adultos. A mi hijo le dura la enfermedad dos días y yo tardo dos semanas en quitármela e encima. Pasa lo que pasa: que se me junta con el siguiente virus que tan generosamente mi hijo comparte con nosotros. Eso y que no hay fin de semana que tengamos plan que se vaya al traste, ya sea ir a la sierra, a una casa rural con amigos, una comida familiar o un cumpleaños. Ahora, el fin de semana que diluvia y no hay quien salga a la calle, estamos todos súper sanos.
La peor ha sido esta semana. Desde el viernes encerrados en casa (los niños y yo, claro, que mi marido se ha ido al trabajo más contento que unas pascuas por no tener que lidiar con lo que había en casa). El mayor con placas y el pequeño con bronquiolitis. Los dos con fiebre que les ha durado varios días, toses, mocos y un trajín de antibióticos, paracetamol y ventolín. Una visita a Urgencias y dos al pediatra, eso ha sido todo lo que han salido los niños en una semana, porque entre la fiebre y el mal tiempo, no había quién los sacara. Ellos lo han pasado mal, claro, pero yo tengo la cabeza ya del revés. Los primeros días no di abasto con la preocupación por las fiebres que no desaparecían y porque los niños estaban como unos saquitos, apagaditos y sin ganas de nada.
Pero en cuanto desapareció la fiebre, comenzó la juerga. Hacía demasiado frío como para sacarles todavía, pero, claro, un niño de dos años y medio entre cuatro paredes toda la semana es como un león enjaulado. A mí ya se me han acabado las ideas para entretenerle en casa. Hemos jugado con todos sus juguetes (fundamentalmente con los coches, las cocinitas y las construcciones), hemos pintado con las manos, con las pinturas y con los sellos, hemos leído mil veces todos sus cuentos y un par nuevos que le compré cuando fuimos al médico. Hemos hecho todos los puzzles, cantado canciones, inventado bailes, visto dibujos, hojeado los álbumes de fotos. Me ha ayudado con las tareas de la casa. Hemos jugado al escondite, con la pelota, con los globos, a los dragones, a los piratas y al cole (él hace de profe, su hermano y yo de alumnos). Y todo eso con un bebé intranquilo y malito que reclamaba atención constante, los habituales cambios de pañales y visitas al orinal, venga a cocinar sus comidas favoritas (porque anda desganado). La casa, como suponéis, manga por hombro, mi tesis abandonada y los post de esta semana (confieso, confieso) estaban ya escritos de la semana pasada, que tuve más tiempo para escribir.
Ya está aquí el fin de semana. Los niños están mejor y en el horizonte del lunes se ve ya la vuelta al cole del mayor (¡bendito colegio!). Claro que mi marido ya me ha anunciado esta mañana que parece que le duele la garganta y él es peor que los niños cuando está malo. Lo dicho. Si la semana que viene no escribo, es que he terminado de volverme loca.