Nota: * * *
Una interpretación musical sobre monumentos históricos, una fiesta vip de compases discotequeros, un perturbador montaje para mostrarnos un carrusel de personajes tambaleantes entre lo sofisticado y lo friqui, y un pasillo a lo cabaret para la presentación del protagonista principal, son el impresionante arranque de La gran belleza, la nueva niña bonita del cine italiano que se hizo con el Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa en la última edición de los Premios Oscar. Se trata de un prólogo con una fuerza visual muy conseguida y que no se acompleja en situarnos en el petardeo veraniego de las élites culturales de Roma, en un tiovivo grotesco donde todo es lo que parece y nada importa más allá del amanecer.
El gran Paolo Sorrentino echa mano de su facilidad para el pasacalles coral con este videoclip introductorio, que se interrumpe con la aplastadora presencia del gran rostro de la película: Jep Gambardella. El escritor de un solo libro, el relator “de pasos breves”, el periodista cínico y consciente de su propia mediocridad, el vividor de muertes ajenas, el espigón cultural de una época gloriosa que agoniza de puro aburrimiento, el hombre que roza ya la tercera edad con esa soberbia y chulería que solo legitiman la buena vida y las malas costumbres. Una interpretación deliciosa y bravucona del actor y cineasta Toni Servillo que se ha convertido en icono contemporáneo del nihilismo cultureta.
Sobre el discurso, las entrevistas, la pedantería y el hastío del señor Jep se construye este homenaje consciente y entregado a la herencia de Federico Fellini, bebiendo de los recorridos nocturnos de la jet set de La Dolce Vitta, de la descontrolada presencia de personajes alucinógenos de Amarcord o de las teorías de la creatividad y el talento de Fellini, ocho y medio. Todo es exaltación en La gran belleza, todo se engloba sobre un canto a la nostalgia donde el estribillo es siempre esa decadencia que no parece no acabarse nunca, y que el propio Sorrentino estira sin darse cuenta de su repetitivo mensaje.
Porque ahí se afea esa gran belleza, en el momento es que descubrimos en que no hay ningún hilo argumental, sino un objetivo puramente estético, elegante y lleno de guiños, que cumple su objetivo solamente si no queremos extraer más que el carisma arrollador de un gran vividor italiano. Y eso lo hemos visto ya muchas veces. La felicidad fingida gracias a un brillante talonario, la juventud perdida entre las nieblas de la memoria, el existencialismo geriátrico, el tedio de quien todo lo vivió y ya no consigue encontrar el resorte vital del día siguiente. Todos los personajes se vapulean sobre el cinismo de sus vidas en un discurso que por presuntuoso termina siendo hueco y agotador, “cháchara y ruido”.
Entendemos el indudable atractivo que personajes como Gambardella provocan desde que el cine echó a hablar. También nosotros sentimos ese irrefrenable deseo de cruzarnos con él frente a algún monumento romano para que nos ayude a embellecer nuestra plebeya decadencia. Nuestro “pero” llega con la ubicación crítica de La gran belleza, no ya solo por delante de otras maravillas de Sorrentino como Il Divo, sino con la prioridad que Hollywood le ha dado frente a esa obra maestra danesa que es La caza. Así que en línea con nuestra conocida benevolencia y amantes como somos de la socarronería cinéfila, nos quedamos entonces con esa frase del protagonista ante sus amigos, donde acierta de lleno cuando dice aquello de que “bajo el umbral de la desesperación, lo único que podemos hacer entre nosotros es tomarnos el pelo y mostrarnos afecto”.