Nota: * * *
Al cierre de este post, el nuevo fenómeno del cine español superaba los diez millones de euros de recaudación en taquilla. Todo un acontecimiento que no se repetía desde la revolución de Lo imposible. Cuesta adentrarse en Ocho apellidos vascos dejando ese dato al margen, como si fuera algo extrapolable o irrelevante, que no lo es. La comedia cinematográfica en España necesita de vez en cuando que el público le pegue un buen subidón de adrenalina para que no se nos olvide que es un género que se nos da muy bien, aunque tengamos que recurrir a la autoparodia, a la incombustible etiquetadora de caracteres españoles.
Y así sucede con esta nueva película de Emilio Martínez-Lázaro. El director madrileño se ha puesto en manos de esos magos de la carcajada que son Borja Cobeaga y Diego San José (creadores de Pagafantas y de esa maravilla del humor ácido que es el programa de la EiTB Vaya semanita) para seguir demostrando su dominio del gusto mayoritario del público español, como ya demostró hace ya más de diez años con El otro lado de la cama.
En esta ocasión, asistimos a una historia de amor casi imposible de un andaluz de pura cepa, interpretado por un imparable Dani Rovira, que se enamora perdidamente de una vasca de armas tomar, a la que da vida la siempre eficiente y nunca brillante Clara Lago. El humorista malagueño soporta prácticamente el peso de todo el guion y de la mayoría de los gags, centrados en su viaje al País Vasco para conquistar a la chica, y lo hace combinando correctamente su faceta de monologuista con la estupenda réplica de los otros dos componentes del cuarteto protagonista: un placer el tándem de Karra Elejalde y Carmen Machi.
La película transcurre a golpe de tópicos que no por su naturaleza dejan de resultar desternillantes en muchas ocasiones. Se lleva por delante cuanto estereotipo encuentra, sobre todo y con diferencia en el bando norteño, y aunque los chistes pueden resultar agotadores a la hora de metraje, sobre todo por las situaciones tremendamente forzadas e inverosímiles que se montan los guionistas, al final queda esa sensación de lo bien que siempre sienta saber reírse de cuestiones que parecen consagradas al respeto eterno. Hombre, pues no. Si hace gracia, hace gracia, y no hay más que hablar. Y si además nos regalan paisajes tan maravillosos como esas plazas de Leitza (Navarra) o esos vuelos con olor a mar sobre Zumaia, Lasarte, Getaria o Zarautz (País Vasco), ya sí que no nos importa, ni mucho menos, que el producto no pase del mero entretenimiento.
Tampoco estamos de acuerdo con la denostación que muchos críticos de renombre han hecho de Martínez-Lázaro, un cineasta que se adelantó a muchas corrientes costumbristas de los años noventa con Amo tu cama rica (1991) y Los peores años de nuestra vida (1994) y que realizó hace siete años uno de los homenajes más bellos al papel de la mujer durante la Guerra Civil en la maravillosa Las 13 rosas. Es un realizador cercano a los sentimientos cotidianos juveniles, a las simpatías del gran público y todo un visionario a la hora de conjugar talento e industria. Sólo por eso ya merece nuestro respeto. Por esa misma razón, también lo merece Ocho apellidos vascos. Es divertida, trepidante y si olvidamos su espantoso final, incluso nos atrevemos a recomendar un segundo visionado para saborear mejor algunas carcajadas.
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