Visita a la Biblioteca Rilke de París (I parte)
Aquiles Cuervo
En el número 88 del Boulevard du Port Royal puede uno hacerse escritor sin darse cuenta bajo la sombra de Rilke y la mirada bronceada del busto de Miguel Ángel Asturias que preside el segundo piso.
« Para ser realista, hay que ser amnésico ». (Chesterton, citado por Manguel y Guadalupi).
La Biblioteca Rilke se especializa en ciencia ficción y sobre todo en ucronías y distopías, según está marcado en el aviso de la entrada: “reescritura del tiempo, es decir de la historia, de acuerdo a la imaginación del autor”/ “lo contrario a la utopía, es decir, tener una visión pesimista de la evolución de la sociedad”. Esa biblioteca es mi educación sentimental y mi début dans la vie, parafraseando a Balzac. Allí he leído poco a poco todo Jim Thompson.
Hay, como es normal, algunos problemas menores en la Biblioteca Rilke: las sillas son incomodas y cada rato se me cae la chaqueta vaquera negra al piso y la sección infantil está llena de cojines que me dan envidia. Además los escritores brasileños, portugueses y latinoamericanos están clasificados como “literatura española” y en invierno la calefacción es a veces infernal. A las 2 de la tarde llegan en bochinche los niños de los colegios cercanos. Eso dura más o menos cinco minutos y solo algunos histéricos se desesperan. Es un carnaval que nos atropella a todos. Los estantes de cómics y cuentos infantiles se vacían como por arte de magia en cinco minutos. Cada niño coge por decenas todos los libros que puede, así como otros se llenan de chiros inútiles en las ferias de descuentos de los grandes almacenes de ropa en enero y junio de cada año. Todos corren de un lado a otro, jugando a las escondidas entre Poe, Jarry y Carver. Y luego los niños van imponiendo un silencio imperial al sumergirse en sus lecturas. Durante unos minutos las profesoras toman un respiro, fumando un par de cigarrillos desde las ventanas laterales y mirando de lejos el espectro del Monasterio de Port Royal, donde hace trescientos cincuenta años Pascal luchaba contra sí mismo y su demonios lógicos. Miran casi sin saberlo los vestigios de hace casi cien años cuando Hemingway y París eran una fiesta. Ven los destellos donde hace un par de años Enrique Vila-Matas reescribío la historia de una buhardilla de Marguerite Duras, en esa parisnoseacabacasinunca.
En cuanto al clima de la Biblioteca Rilke, puedo decir que la mayoría de lectores son mujeres y hay una buena cantidad de extranjeros. Unas son pensionadas -acaso prematuramente a mis ojos- que vienen a leer la prensa y novelas exóticas, en especial de la vieja Indochina francesa. Otras son madres que vienen con sus niños a leerles Tin Tin, las más tradicionales y El Gato del rabino, las más modernas. Los niños leen a Julio Verne en voz alta. Las madres escriben diarios en voz baja o hacen dibujos como si fueran Cocteau. Grupos de 4 o 5 adolescentes vienen a hacer deberes escolares y una que otra solitaria se asoma a veces con un libro de Perec o de Kerouac. De la calle llegan cada hora los ecos de sirenas de ambulancias que corretean detrás de un hospital cercano. Algunos viejos destartalados leen novelas negras de San Antonio o folletean viejas revistas de boxeo, donde sobresale Marcel, el malogrado campeón de Edith Piaff. Sus toses maduradas en abrigos mal cosidos me traen con frecuencia la imagen de Kafka y de César Vallejo. Universitarios casi no hay, salvo una que otra estudiante de literatura o de cine, que viene de afán al mediodía a sacar prestados un par de libros, por lo general cuentos fantásticos a lo Italo Calvino. Hay muchos lectores “chinos”, “turcos” y “latinos”, a quienes se les reconoce por sus bolsas de colores y sus manos huesudas y alargadas. Se les ve en sus mesas con gruesos diccionarios en francés. Mucho exilio de por medio. Muchas gotas sin intermezzos. Algunos vienen con su casa-a-cuestas, con sus tulas de ropa que les sirven de morada en las noches de finales de invierno. Olores oxidados invaden las salas y hablan de pampas, sierras, desiertos y nieves perpetuas. Todos lectores de ciencia ficción, de Verne a Dick, pasando por H.G. Wells y Lovecraft. Al escuchar tantas lenguas mezcladas al mismo tiempo, recuerdo me siento en casa. La mira del Observatorio, en últimas, apunta hacia la Biblioteca Rilke. Cortázar lo sabía. Quizá por eso al final de la tarde llegan unos ecos tangueros de una Academia de baile que queda en el tercer piso del Edificio (¡“...verás que todo es mentira,/ verás que nada es amor/ que al mundo nada le importa...”!). A Rilke le hubiera gustado oír ese malevaje amoroso, Yira Yira...