Los diez empleados de la Biblioteca Rilke trabajan sin parar, clasificando nuevos libros y orientando a viejos y nuevos lectores en las diversas colecciones, mientras que en la radio que escucha el guardián de la entrada los políticos de derechas dicen que en Francia no se trabaja lo suficiente (porque la gente le dedica mucho tiempo al “ocio”, es decir al arte, a la lectura, al cine, al teatro, a la música, etc, etc) y piden mayores ajustes de personal en las oficinas públicas. Y mientras esos políticos compran costosos cigarros cubanos a costa del erario público, viajan en jets privados fletados por dictadores africanos y se maquillan con L’oréal en múltiples cócteles, los bibliotecarios conservan viva la memoria de Francia (es decir, la piel de sus escritores, sus libros) y de las letras mundiales. Todos en un apostolado silencioso y discreto: en lugar de cigarros de 2000 euros, gitanes de 5 euros, en lugar de jets de lujo, un RER (tren de cercanías) de 2 euros, lleno y mugroso, en lugar de polvos y sobornos millonarios, el olor de la tinta y de los sellos en los libros de préstamo. Viendo todos los días a esos seres silenciosos y devotos, me digo que los verdaderos guardianes de la República son los bibliotecarios. Por eso no entiendo porque las derechas ganan casi siempre las elecciones. Hay cosas incomprensibles, en las que ni siquiera la ciencia ficción puede guiarte. En ese tema, es mejor no pensar, por una vez, en Borges. El paisaje que he descrito, en cuanto a los empleados de la Alcaldía, es más o menos el mismo en todas las bibliotecas de París. A las que más voy los fines de semana es a la de cine “Truffaut”, a la policíaca de Mouffetard, a la de viajes, y a la fotografía (pero hay más de 60!). Sin embargo, la Biblioteca Rilke es mi biblioteca de barrio, mi navío encallado con sus salas dedicadas sobre todo a la ciencia ficción y pobladas sobre todo por jóvenes más o menos vampirescos.
Inicio las tardes se inician siempre con una liturgia poética de Rilke. Tomo uno de los libros del poeta que están en la entrada de la biblioteca como un altar especialmente dispuesto para atraer e iniciar a nuevos “jóvenes poetas” que se consagran de lleno a las BD, a los cómics, y rara vez se asomaban a ver otras secciones. A veces anoto algunos versos de Rilke en mi diario íntimo:
“Señor, a cada uno dale su muerte,
una muerte que de cada vida brote
y en que haya amor, significado y sufrimiento”...
Al rato me voy a curiosear en la sección de revistas y me dedicó a ojear el diario Libération (sus páginas de cine y literatura siempre me orientaban), Cahiers du cinéma, Magazine Littéraire y uno que otro título de filosofía (por fortuna no hay casi nada en derecho). Por último, voy en busca de mis lecturas preferidas: (auto)biografías y/o libro de Memorias, empezando por las de escritores y ciertos políticos (Goethe y Napoleón -¡Ay quien fuera Cernuda!-, Lord Byron y Bolívar, etc.), siguiendo por actores (Marlon Brando, Marcelo Mastroianni, Jeanne Moreau), músicos (Billie Holiday, Janis Joplin, Ella Fitzgerald), pintores y bailarinas. También me excita leer sobre vidas ínfimas de folletines de serie B, casi salidas de películas de Tomás Gutiérrez Alea o de Carlos Sorin: vidas de fontaneros de Nueva York, atracadores de Barichara, xenófobos de La Haya descendientes de los asesinos de los hermanos de Witt, borrachos del barrio El Restrepo de Bogotá, cabareteras de Barcelona, adivinos de Siloé, basureros de Los Ángeles y niños cantores del Tirol (éstas dos últimas cortesía del grupo argentino Les Luthiers!). Todos ellos despiertan en mí un gusto especial, como un sabajon de Litchis de Madagascar, en especial las versiones de infames como Billy the Kid, contadas por Borges o Bob Dylan.
Eso sí, como medida de higiene mental evito a todo trance leer Memorias escritas por familiares, en especial si se trata de los hijos del rememorado. Me bastó con asomarme una vez a un texto patético de la hija de Salinger para salir despavorido de ese sub-género. Espero no me demanden ni me traiga enredos judiciales hablar de Salinger. Lo que me huela a Max Gallo o Poivre-d’arvor también lo mano donde Doña Juana y ni hablar de las secciones dedicadas a las historias de las “genealogías” de los apellidos franceses.
Pero antes de enclaustrarme en esas jaulas ajenas, voy a buscar mi libro de cabecera, el Diccionario de lugares imaginarios de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi (una especie de guía complementaria a la Antología de la literatura fantástica de Borges-Bioy-Ocampo). Me acuerdo con nitidez de la primera palabra que abrí al azar y anoté en mi diario: « Para ser realista, hay que ser amnésico ».(Chesterton, citado por Manguel y Guadalupi, p 383 de la edición en francés).
Cuando empieza a oscurecer en este invierno, hacia las 5 30 pm, me levanto de mi silla y me pongo a hacer un par de rondas por otras secciones y aprovecho para escudriñar lo que leen los otros. A las siete de la noche cierran la Biblioteca Rilke y yo vuelvo en bicicleta a mi buhardilla en la Ciudad Universitaria, tapo con un mantel persa mis libros de derecho, como espaguetis, unas veces putanescos, otras veces western, y tomo té a la menta y me quedó escuchando Velandia y la tigra hasta dormirme.