Desvivirse, angustiarse, recobrar el aliento por unos segundos para volver a desvivirse al borde del desespero. Así nos dibujan el ciclo de cualquier adicción, una expresión que terminamos trivializando para referirnos a gustos y prácticas inamovibles. Salvo situaciones estigmatizadas, como el consumo de drogas, muchas adicciones nos pasan por el frente sin detenernos a analizar su existencia. Solo las determinamos cuando la realidad supera cualquier pronóstico o toca algún interés. Y si hay dudas, basta ver la situación de TikTok Lite en España y Francia.
El programa de recompensas de esa plataforma de videos, que ofrecía estímulos económicos a cambio de un «Me gusta», aumentar el número de cuentas seguidas y consumir contenido, dejó de funcionar en esos países luego de correr el riesgo de bloqueo y multas impuestas por la Comisión Europea. El castigo, según la instancia, buscaba frenar el potencial riesgo adictivo de la aplicación, especialmente entre los niños y jóvenes, y mostrar la severidad de la Ley de Servicios Digitales, de obligatorio cumplimiento en la Unión Europea desde agosto de 2023.
Frente a las posibles sanciones, la compañía responsable de la plataforma entregó el informe de evaluación de riesgos sobre el impacto de la nueva función, que debe incluir las acciones para prevenir los posibles daños del esquema de recompensas. Los señalamientos contra la app no son nuevos, pues ya estaba abierta otra investigación contra TikTok por falta de transparencia en la gestión de anuncios publicitarios y las dudas sobre los filtros para verificar la edad de los usuarios.
Aunque su interfaz es una invitación a perderse por horas entre videos sin mayor límite, TikTok no es el único señalado por sus viciosos riesgos. En octubre pasado, fiscales de 41 estados de EE. UU. demandaron a Meta por incorporar a sus plataformas (Facebook, Instagram y WhatsApp) elementos que envuelven y atrapan a niños y adolescentes. Cuatro meses después, en febrero, autoridades de Nueva York ejercieron una acción similar, que incluyó además a Snapchat y YouTube, ante los posibles daños en la salud mental infantil.
Estas acciones, si se trata del equilibrio y la estabilidad emocional de las nuevas generaciones, parecen abrir un camino para la tranquilidad y el sosiego. Sin embargo, dejan la solución de estos problemas en manos de los propietarios de las herramientas, que tienen su mirada puesta en las ganancias. A diferencia de otras adicciones, como el alcohol o el cigarrillo, estar en redes sociales no necesariamente es cuestión de elección o de simple prueba. Basta recordar el impacto de la pandemia en el sector educativo para entender que el asunto es mucho más complejo.
¿Cómo un niño se vuelve adicto a una red social? ¿Es culpa de una interfaz atractiva? ¿Qué hacen sus padres y maestros en esas plataformas? ¿Quién le educa para moverse en esos entornos con inteligencia? ¿Las regulaciones bastan para moderar el ánimo de lucro de las compañías? ¿Saldamos nuestra responsabilidad con una ley? ¿Los adultos no son adictos también? ¿Estarán realmente libres de pecado? Quizás, mientras lee esto, usted se pregunte igual que yo si al final todos somos adictos a las redes sociales…
Rosa E. Pellegrino