Cualquier profesión u oficio goza de simpatía hasta que toca ejercerlo. Le pasa al albañil y al abogado: la actividad laboral en general comporta momentos grises, problemas y obligaciones ineludibles que deben estar por encima de todo, aunque eso no se traduzca necesariamente en simpatías. Es una realidad incuestionable, incluso en estos tiempos digitales. Quienes hacen vida laboral en estos ecosistemas lo saben: detrás de cuentas con gran alcance o de plataformas exitosas se encuentran personas y grupos en continua acción, bajo el escrutinio público. Y eso también le pasa a los influencers.
En torno a estos actores se ha dicho de todo, pero en estos días tan movidos políticamente en nuestro país vale la pena repensar qué representan. Hacerlo jamás debe interpretarse en absoluto como la apuesta a su desaparición o criminalización. Implica, eso sí, abrir un debate que romperá ilusiones y nos presentará a estas personas como son: seres humanos con intereses, expectativas, posiciones y responsabilidades.
Quizás, una de las cosas que resultan más atractivas del influencer es que no parece un trabajador. Se gana dinero con esta actividad, pero no se percibe como un trabajo de 9:00 de la mañana hasta las 5:00 de la tarde, con hora de almuerzo incluida. Es una actividad donde aparentemente prima la libertad: mostramos lo que queremos bajo nuestra propia ley. Todo parece salido de la divina inspiración; si no es así, bien se puede replicar lo que otros hacen si se le coloca “un toque propio”. Es el paraíso del protagonista de aquella canción de Los Auténticos Decadentes que no quería una vida normal, sino tocar la guitarra todo el día.
La imagen de los influencers, sin embargo, ya se ha puesto bajo escrutinio. Existe un amplio sector donde no hay dudas: son profesionales. De hecho, agencias de marketing se dedican a gestionar pautas y campañas con estas figuras. Establecen contratos para la producción de contenidos publicitarios. Sí, venden productos y servicios, como lo hicieron antes por los medios tradicionales actrices, cantantes o humoristas conocidos. Muchos de ellos, por cierto, también dieron el salto a las redes sociales para seguir monetizando.
Si es una profesión, ¿cuáles son sus límites? ¿Cómo se construye una figura con capacidad de influencia? ¿Es producto de trabajo orgánico (propio) o hay una plataforma atrás? ¿Su actividad debe normarse? ¿Deben actuar con ética? ¿Cómo? ¿De qué forma se vinculan con otros actores del ecosistema digital? ¿Hasta dónde llega su autoridad y credibilidad? ¿Tienen posición política? ¿Cómo lo gestionan? Pero especialmente, ¿están capacitados para hablar de todo con la misma autoridad y credibilidad?
Responder esas preguntas nos puede llevar por dos caminos: enfrascarnos en el debate del derecho a la libertad de expresión, cuando es claro que estos actores tienen derecho a opinar, o abrir otro diálogo que sincere ante las audiencias el papel que juegan estos actores en el espacio público. Al final, influir también pasa por reconocer abiertamente que no se vive impunemente en sociedad, menos bajo el escrutinio del mundo digital.
Rosa E.Pellegrino