La historia de un adulto que iba a casa de sus padres cada vez que se enfermaba, conocida por nosotros a través de las redes sociales, nos hizo pensar en un temita que poco conversamos. Si nos referimos a esto como “temita”, lo hacemos con ternura e ironía para abordar uno de los asuntos más incómodos que pasan de generación en generación, cada vez con más picante: el dilema de la maternidad y paternidad. En el contexto actual, la discusión no se centra solamente en nuestro deseo de querer reproducirnos o no, sino también en la relación que somos capaces de sostener con nuestros propios padres cuando –se supone– somos autónomos e independientes.
La sorpresa con este tema no es exclusividad de las redes sociales. Corporaciones mediáticas como El País dan espacio a estudios que analizan el fenómeno. En España, por ejemplo, un observatorio social refiere que al menos 70% de los jóvenes entre 18 y 34 años mantiene al menos una interacción al día con sus progenitores, ejemplo del llamado “modelo familista” que, según expertos, es común en el sur de Europa. Junto con los porcentajes, también vienen las inquietudes: ¿son los adultos de hoy menos independientes?
Que la pregunta resuene también nos hace explorar un poco la realidad venezolana, esa donde prima el sentido tribal de la familia. La abuela devenida en patriarca, el tío que “pone derechito” al sobrino insurrecto o los primos que se crían como hermanos constituyen relaciones que se prolongan más allá de cumplir la “mayoría de edad” y no se perciben un problema de autonomía, condición medida más bien por la capacidad de satisfacer nuestras necesidades económicas.
Es sencillo ver esta cuestión como un asunto de una región particular, pero la angustia puede ampliarse más con una búsqueda web. Juntamos “Millennials” y “Generación con menos hijos” y se abre un mundo de interpretaciones sobre la baja de la natalidad, fenómeno considerado por algunos actores como un asunto global. Es un problema cruzado por estigmas sobre las mujeres acusadas de preferir “ganar dinero” a tener hijos, las dificultades de estos tiempos, la supuesta adicción por el trabajo y, por qué dudarlo, la impronta de los padres sobre los hijos. Ya veremos qué se dirá de la Generación Z.
Podríamos sumar la inquietud que provoca el caos global, marcado por la guerra y la dominación, pero para el statu quo es mejor echarle la culpa a los miedos generacionales como una forma de soslayar realidades, como la desventaja económica de la juventud actual frente a las anteriores. Si en su casa tiene un veinteañero o treintañero comparando su patrimonio material con el de sus padres o tíos, entenderá de qué va el asunto. Y también comprenderá que detrás de esa discusión está toda la carga familiar y social sobre la autonomía y el desarrollo, que pone casi todo su peso sobre lo económico.
Montados sobre esos elementos, es fácil tildar el vínculo estrecho entre hijos adultos con sus padres como un nexo cuestionable, un signo inconfundible de poca libertad y dependencia. Sin embargo, estas críticas también nos llevan a lanzar algunas preguntas: después de tanta abnegación de padre y madre, ¿el único destino válido es ver a los hijos distanciarse? ¿La adultez es alejamiento y olvido? Si existe la dependencia, ¿dónde está el origen? ¿Hasta dónde son responsables las generaciones anteriores? A lo mejor vale la pena responder para empezar a entender al hombre que prefiere sudar la fiebre en casa de sus padres o, mejor aún, para reconocer la ansiedad de la prole contemporánea.
Rosa E. Pellegrino