La última semana nos ha puesto frente a fantasmas que creíamos superados o, al menos, suponíamos que no tenían la misma fuerza del pasado. El temor a vivir una espiral de violencia similar a 2014 y 2017, años que nos dejaron profundas heridas sociales, afectivas y económicas, no es gratuito. En una versión lamentablemente corregida y aumentada de esas infaustas épocas, vivimos un momento de confrontación política maximizada por un panorama mediático dominado con cancha y soltura por las redes sociales. Pero en esos espacios, como en un saco de gatos, se mezcla la mentira, la amplificación, la minimización y la emoción para atizar las diferencias. ¿La verdad? Todavía espera que le abran sus perfiles y la dejen reinar como si fuera una auténtica influencer.
Como suele pasar en situaciones límite, WhatsApp se convirtió en el gran megáfono de cuanta cosa procurara explicar qué estaba ocurriendo. Medias verdades, mentiras, explicaciones y pronósticos se fueron ganando a pulso la etiqueta de “Reenviado muchas veces”, ya fuera para compartirlo con quienes suelen ver el panorama igual que nosotros o para dudas con otros. Era un correaje incesante de mensajes que juega con nuestra compulsión por saber qué ocurría.
La alta capacidad expansiva de WhatsApp, en todo caso, no es el problema mayor. Esa plataforma en muchas ocasiones nos tira el anzuelo para caer redonditos en las redes sociales, que han hecho gala de su alta capacidad de aislamiento y de construcción de burbujas informativas, espectacularización del conflicto y exacerbación de la polarización. Ahí, sin pudor, se mezclaron hechos reales con sucesos sacados de contexto, llamados a la radicalización, promoción de la violencia y distorsión casi absoluta de la coyuntura que estamos viviendo.
Lo más asombroso (sí, siempre queda un resquicio de asombro) es la discrecionalidad y daño que nos hace el famoso reino del algoritmo, aquel que se supone nos muestra lo que nos gusta y se parece a nosotros. Mientras algunos se consiguen en redes con los lamentables daños provocados por grupos vandálicos esta semana, otros se encuentran en su timeline con el lado pacífico de quienes se movilizaron en rechazo a los resultados anunciados por el Poder Electoral. ¿Quién se atreve a ir más allá? ¿Cómo se construye un consenso si solo vemos un fragmento de un hecho? ¿Cómo distinguir un fake de un evento confirmado? ¿Es posible ponerse de acuerdo cuando se imponen narrativas radicalmente opuestas? ¿Hasta dónde se mella la institucionalidad y la convivencia social?
Cuando más herramientas tenemos para comunicarnos, más difícil es hacerlo con eficacia y, sobre todo, con tono humano. La amenaza pasa por chiste y la estigmatización se vuelve moneda corriente. Sufre la sociedad, la vida productiva y, sobre todo, el derecho soberano a resolver nuestras propias diferencias, una garantía que se menosprecia cada vez más. No puede haber mayor daño que alentar la injerencia extranjera, el ingrediente más poderoso en esta receta digital para el caos.
Rosa E. Pellegrino