Ignorar las redes sociales (RR. SS.) es casi imposible, sería como pretender hacerse el loco con el Warairarepano cuando se entra a Caracas. Sentimos que nos hemos apropiado de estas plataformas. Si se parte de teorías sociológicas, creemos haberlas domesticado como parte de una presunta libertad digital. Pero en situaciones límite, ¿hasta dónde nos pueden ayudar a entender qué está pasando? ¿Son herramientas de paz o disparadores del desasosiego?
Después del 28 de julio, se ha desatado un debate válido y pertinente sobre el uso que damos a las RR. SS. para relatar qué vivimos y, sobre todo, para fijar posiciones políticas. En lugar de encontrar certezas, estos espacios están marcados por elevados niveles de odio y confrontación que se multiplican con likes, comentarios y publicaciones compartidas. Eso hace imposible otro proceso vital frente a un escenario de polarización: el diálogo, clave en la construcción de consensos.
Para entenderlo, corresponde revisar cómo se ha transformado nuestro mapa comunicativo en lo público. Los medios tradicionales, cuestionados ya en su credibilidad, quedan subordinados a las grandes plataformas como X o TikTok, donde los discursos más formales deben buscar métodos divertidos o impactantes para enganchar. Eso también contribuye a minimizar o maquillar los mensajes de odio: se disfrazan de meme o de chiste.
Sumemos a eso la “homogeneización” de la diversidad: términos como “influenciadores” y “creadores de contenidos” funcionan como etiqueta para definir lo que hace la comunidad de actores que tiene ascendencia en redes sociales, como si fueran exactamente lo mismo. Ponemos a un médico, a un periodista y a un humorista en el mismo punto, cuando su intencionalidad discursiva evidentemente es distinta. Y, en consecuencia, esperamos de ellos lo mismo en momentos coyunturales. En Instagram, por ejemplo, se consigue el video de una actriz venezolana, abiertamente opositora, que enfrentó la furia de quienes esperaban de ella radicalismo y no un llamado a la sensatez. Más allá de su derecho a la libre expresión, ¿le corresponde a ella tener influencia en este contexto? ¿Quién debe ejercer el liderazgo hoy?
Frente al odio que se maximiza por las burbujas informativas, la evasión de noticias y la conexión casi exclusiva con nuestros pares, fenómenos fomentados por los algoritmos de las RR. SS., estas plataformas imponen sus propias reglas, pero… de forma discrecional. La solución inicial es denunciar cualquier publicación que incide al desprecio y a la discriminación. Quedará bajo el criterio de cada empresa evaluar si efectivamente está ante una falta o no. ¿Prevenir los ataques? Parece mejor esperar a que alguien reclame. Y si el asunto escala en agresividad, corresponde acudir a las autoridades.
El cuadro anterior no soslaya una realidad: las redes llegaron para quedarse. Su existencia en sí misma no es el problema, sino la discrecionalidad con la cual se administran. Por eso, es vital proveer a los usuarios de herramientas tecnológicas, psicológicas y culturales para identificar los peligros que entrañan estos entornos y, sobre todo, preservar la paz. De todo eso hablamos junto con Ana Cristina Bracho, Ovilia Suárez y Fernando Giuliani en el foro “Odio y discriminación en redes sociales. ¿Cómo protegerse?”, organizado por el Ministerio del Poder Popular para Relaciones Exteriores y la Escuela de Comunicación Popular Yarina Albornoz.
El encuentro, efectuado este 7 de agosto en Caracas, fue una valiosa oportunidad para comprender desde lo jurídico, los psicosocial y lo comunicativo la escalada que vivimos hoy. Pero, sobre todo, para reivindicar el contacto cara a cara y la auténtica disposición a escuchar al otro. Con esas herramientas, quizás, podamos humanizar de verdad a las redes sociales y convertirlas en plataformas para la paz.
Rosa E. Pellegrino