Cruzar palabras sin escucharse podría pasar por uno de los pasatiempos de moda, pero realmente es una de las tendencias más peligrosas de estos tiempos de fragmentación, individualismo y falta de atención. La práctica, que no puede considerarse ni siquiera un debate, se multiplica con la misma facilidad con la cual nos acostumbramos a exponer nuestros puntos de vista sin mayores compromisos. ¿Y qué pasa con el otro? Solo está para recibir lo que ofrece nuestro verbo, así como nosotros asumimos que estamos solamente para ser escuchados.
Hoy, uno de los grandes distractores está en nuestras manos. Según estudios sobre hábitos de uso de dispositivos móviles, pasamos al menos 3 horas de nuestro día usando esos equipos. Podrían ser más: en muchas ocasiones, decidimos desbloquear nuestro teléfono inteligente para abstraernos de esas reuniones en las que solo queremos hacer presencia física, o donde únicamente queremos plantear un punto de vista particular y seguir de largo. Ni hablar de las conversaciones familiares, reuniones vecinales o cualquier intercambio donde nos perdemos en la pantalla mientras otros van soltando lo que traen consigo.
Siempre habrá un malvado cazando nuestra desconexión para preguntarnos cualquier cosa y ponernos en la vergüenza de responder con un tembloroso: “¿Quéeee? Perdón, no escuché”, pero nuestro aislamiento selectivo puede mantenerse por horas mientras otros nos acompañan desde sus teléfonos en la misma práctica. Cuántos malentendidos, tareas incumplidas o promesas deshechas habrán nacido al calor de estos trucos de desconexión.
Esas situaciones, sin embargo, salen baratas ante otras formas de bloqueo más disimuladas y también más peligrosas. Suelen ocurrir cara a cara y en distintos contextos: son aquellas discusiones en las que fijamos posiciones, defendemos puntos de vista y hacemos escuchar nuestra voz, pero no nos atrevemos a prestarle atención al otro. No existen rendijas para dejar colar algún argumento que haga temblar nuestro pensamiento. El diálogo parece estar negado.
Pasa en las redes sociales, la política, el trabajo y el vecindario. Hemos convertido estos espacios en terrenos de batalla para imponer ideas sin recurrir al convencimiento. En una sociedad acostumbrada a la rapidez y a la fugacidad, parece que la reflexión colectiva no tiene espacio. En cambio, preferimos sentir que nos imponemos y procuramos conversar con nuestros pares, esos jugadores de ping pong que están listos para rebotarnos el beneplácito de pensar igual.
Como bien decía un psicólogo en redes sociales -a quien escuchamos porque sus ideas se parecen a lo que pensamos-, una de las cosas que mayor placer brinda es tener la razón. Y como casi todos caemos en la tentación de creer que el entendimiento está de nuestro lado, cada vez más estamos llamados a dejar de escuchar al otro. En tiempos tan convulsos, ¿quién podría llamarse a la contemplación y sosiego si estamos ocupados en ganar sordas victorias?
Rosa E. Pellegrino