" [...] En la noche del 23 de octubre, perdidas las anclas y a causa de la recia tempestad, con chubascos y viento muy fresco del S.E. al S., es arrastrado hacia la costa encallando en los arrecifes de piedra al oeste del Castillo de Santa Catalina, en el Puerto de Santa María.
Queda escorado sobre el costado de babor y a unos cien metros de la playa. Abierto el costado del navío, se pierden el agua, los víveres y toda su documentación. La violencia del mar, las rocas y los vientos... hacían imposible un salvamento cómodo.
No lo fue, desde luego, oyendo el crujir de las cuadernas al compás de las embestidas de la mar, en una noche sumida en olas que barrían la cubierta y vientos que silbaban entre mástiles partidos; obenques, escotas y jarcias desgarradas y velas rotas flameantes con furia.
De nada sirvieron los cañonazos desde el navío reclamando socorro porque... ¿quién escucha en una tempestad la voz de otros si no la propia para sobrevivir?, ¿quien dirige sus ojos hacia otro lugar que no sea su propia salvación?
Veinte hombres que sabían nadar, desesperados, desobedeciendo las órdenes de su oficial, angustiados por tanta calamidad saltaron a las aguas huyendo del tormento y encontraron aquello que les impulsó a huir.
Mecidos por el mar fueron lanzados contra las rocas que bebieron sus vidas entre espuma.Como dijo Montaigne, el huir de otros males nos empuja hacia este; incluso, a veces, el huir de la muerte hace que corramos hacia ella [...]