La fecha es 23-F, y no es casual. La protesta se anuncia como una respuesta al “golpe de Estado financiero”, al hecho de que grandes corporaciones y las instituciones económicas de Bruselas sean capaces de dictar las políticas españolas sin importar el partido que gobierne. Aquellos que se oponen a la manifestación, por su parte, también han aprovechado la fecha: el número dos de la Comunidad de Madrid, muy honorable señor Salvador Victoria, ha tecleado en su inevitable cuenta de Twitter que “La marea antisistema y antidemocrática de esta tarde es un tsunami contra las libertades y la democracia parlamentaria. No nos engañan”.
No es ésa la impresión que me llevo al acercarme al cuerpo de la manifestación (una inmensa bola de gente concentrada en Neptuno, cuyos brazos se extienden por la calle de Felipe IV y las muchas vías que cubre el Paseo del Prado, atestadas como un metro en hora punta). Lo cierto es que los manifestantes no guardan mucho parecido con golpistas mostachudos y fascistones: al contrario, lo primero que llama la atención es el abanico de edad. Chavales en su más tierna pubertad, padres con niños en brazos, o ancianetes que peinan bellas canas, todos ellos concentrados como sardinas en lata. El ambiente a las siete de la tarde es todavía festivo, y se toman con mucho humor las esperas para avanzar. “¡He perdido al comando!”, bromea un cachondo.
Las escenas quedan grabadas en mi retina, un medio algo más imparcial que las lentes de los fotógrafos que, al día siguiente, llevarán a sus amos exactamente las imágenes que estos les hayan exigido 24 horas antes. Un parapléjico combativo me adelanta con su silla de ruedas mientras me sumerjo en la multitud. Un poco más allá, entre los árboles del bulevar, otro participante en las marchas le discute todo lo discutible a un sindicalista de UGT. El pobre ugetista ya no sabe cómo darle la razón a su socrático contendiente. Al andar, dejo atrás a un matrimonio que comenta: “¿Y qué va a cambiar esto? ¡Nada! Pero no nos queda otra…”
Las caras y los atuendos, las banderas y los descontentos varían por grupos. Los trabajadores de Iberia (“Salvemos Iberia”) marchan portando banderas de España. En una de ellas, un paradójico “Rajoy Go Home”. [Si yo fuera un tipo cáustico, diría que al Gobierno ya no le salva ni el trapo con el que venda los ojos a sus víctimas antes de ponerlas contra la tapia. Pero servidor no se ensucia la boca con esas metáforas, y prefiere seguir relatándoles esta crónica.] Entre los demás, las enfermeras con bata blanca, los profesores con alguna prenda verde, y muchas familias con actitud de ir a un picnic en el Retiro.
Más tarde, entre aplausos y hurras, aparecerá una columna de mineros, y se entonará Santa Bárbara al unísono. En cuanto a banderas políticas, pocas: si acaso el tradicional “erizo” (escaso pero compacto) de IA, algún banderín sindical suelto, y muy especialmente las banderas plastificadas rojas de Izquierda Unida, que parece estar ganando hoy en la calle lo que perdía en 2008 en el Parlamento.
Tal disparidad de rostros e ideologías genera unas consignas, situaciones y anécdotas memorables. Cómo olvidarme de ese chorizo gigante que los manifestantes pasean cual zepelín sujetado por cuerdas. O esos manifestantes que frente a la policía presentan un menú de bar que reza: Bar-Cenas. Especializado en chorizos y sopas de “sobres”.
Pero nadie se acerca demasiado a la Policía que custodia la sacrosanta Carrera de San Jerónimo, la cuesta que lleva al Congreso. Los bomberos, que se han pasado masivamente al bando ciudadano –recordemos que los de Galicia, Cataluña y Madrid se niegan ya a ejecutar desahucios–, se están encargando de formar un doble cordón entre la cabeza de la manifestación y la empalizada de vallas azules y lecheras luminosas que blindan las Cortes. Evitan así los insultos, el lanzamiento de objetos y las cargas prematuras. La muchedumbre se lo agradece. Durante toda la jornada, resuenan los vivas al cuerpo de bomberos, y también el cántico “Tú, madero, aprende del bombero”. Estos responden coreando y dando palmas.
Cuando resuena el grito de “¡Dimisión!”, el clamor prácticamente llega a dar miedo. El efecto contrario lo consigue la frase “¡Sí se puede!”, el lema del triunfo contra el desahucio, coreado siempre que se ha logrado que una familia conserve su casa a fuerza de cadena humana y aguantar contra los de azul. Estos dos gritos son, de lejos, los que suscitan mayor aprobación en la marea humana. En segundo lugar, el “¡Viva la lucha de la clase obrera!” y, muy por detrás, un minoritario “¡Los Borbones, a los tiburones!” voceado por radicalizados estudiantes. Yo, por si acaso, grito “¡Ladrones!” cada cierto tiempo. Y parece suscitar aprobación.
Las horas pasan, y me he subido a los altos barrotes de los ventanales del Museo Thyssen en la esquina con el Paseo del Prado, desde donde se domina toda la plaza. Mi “compañero” de barrotes –en las alturas se van turnando fotógrafos y activistas de toda clase– me asegura que es del mismo pueblo que Iniesta, y procede a dibujar con tiza un sobre en los ladrillos de la pared. Pido un aplauso para el artista, y la gente corresponde. Por otra parte, dudo mucho que los diarios fotografíen ese destello de ingenio. A pesar de que incluso la CNN se ha presentado en el lugar, los periodistas mainstream suelen buscar a aquellos que consideran estereotípicos de las situaciones que investigan (situaciones que suelen tener muy claritas de antemano, los cerebrines). Y a otra cosa, mariposa. Ser freelance y un total outsider es una ventaja en este caso.
La manifestación ha sido un éxito. Cuantitativa, y cualitativamente: no ha habido problemas, gracias a los bomberos. Pero todo acaba, y el permiso del “Señor gobernador” (léase Cristina Cifuentes, Delegada de Gobierno) también. El bombero sube a la tribuna desde donde cantaban los mineros o tocaba la orquesta “Solfónica”, y anuncia la despedida. “Hemos aguantado en el cordón todo lo que hemos podido. No podemos retrasar más esto. Para lo que necesitéis siempre, los bomberos estamos con vosotros en todo”. Y ha levantado el puño en un gesto de desafío. Los silbidos por el anuncio del fin de la marcha se convierten rápidamente en aplausos. Y es que los bomberos son los héroes de la noche.
Bajo de los barrotes y es entonces cuando me doy cuenta de que mi móvil ha muerto. Ya no tengo con qué anotar. Busco una tienda de souvenirs “typical Spanish”, e intento que la encargada me venda su bolígrafo, o que al menos me dé una hoja en sucio. Se empeña en venderme aquellos que ofrece la tienda a un precio insultante. Bufo y salgo del esblecimiento. En mala hora.
Durante el escaso tiempo que he estado regateando, un convoy de lecheras ha ocupado en tromba el espacio de la plaza, que estaba acabándo de ser desalojado. El resultado es que todos los manifestantes son forzados a enfilar el Paseo del Prado hacia Atocha, incluyendo a un servidor. E incluyendo también a esos grupúsculos de ocho a diez personas, que cubiertos con pasamontañas (e infestados de “secretas”, según las fotos que luego aparecen) buscan enfrentarse a la policía al término de las concentraciones. Nos encontramos todos físicamente atrapados en uno de esos episodios que tanto le gusta al ABC sacar en su portada. No me lo puedo ni creer.
Comienzo a andar rápidamente en dirección a Atocha, pero ya es tarde. Suena un estampido y empiezan las carreras. Yo esprinto –no tengo intención de darle el gusto a ningún maromo de azul por esta noche– y, mientras corro, veo como algunos responden al fuego arrojando piedras en dirección contraria. Más estampidos. Por encima de todo, el zumbido insoportable del helicóptero de la Policía, ese moscardón que nunca falla. No confío en que mis zapatos aguanten la carrera sin quedarse en el camino o hacerme tropezar, así que atajo por el eje verde que divide el Paseo, y me paso a la acera paralela, donde los antidisturbios también empujan a los que quedan: ya con menos violencia.
Una calle lateral me alivia el recorrido. Aquí vuelvo al Madrid de callejas esquinadas y estampas costumbristas. Los patrulleros me indican amablemente el camino (¡vaya diferencia!), los yonkis me sonríen mientras se sostienen contras las paredes, y de camino a la plaza de Jacinto Benavente me encuentro con un grupo de turistas que reflexiona en voz alta: “Spanish police seems to be pretty tough!”. Y vaya que sí, pienso. La marca España es lo que tiene.
Recuerdo, ya bordeando la Plaza Mayor, otro dato curioso. Y es el asombroso número de bellezas juveniles que animaba la manifestación. Esto a cuenta de aquella ocasión en que el muy famoso actor de teleseries españolas Arturo Fernández se quejaba de que en su vida “había visto gente más fea” mientras los esperpénticos contertulios de Intereconomía TV le reían el chiste. No dudo de lo potente que pudiera llegar a estar el muy honorable señor Fernández en, digamos, 1974, pero me temo que a día de hoy estas lindas amazonas le superan con creces. Otra cosa diferente es que su periódico preferido sólo fotografíe piercings y cráneos rapados. Creo que de eso ya les he hablado antes.
Por estas calles, parece que la realidad fuera otra. Los autobuses gruñen con parsimonia y uno puede pasear sin despertar sospechas. La gente se apresura a llegar con sus familias a la taberna de turno. El olor a tapas madrileñas inunda mis sentidos, y recuerdo que tengo muchas ganas de cenar. Mi bolsillo no acompaña: el último de mis euros ha caído en la funda de violín de un indigente. Media pizza fría languidece en mi nevera, y he de encargarme de ella. Ha sido una jornada intensa, buenas noches.