Se dice que la primera víctima de una guerra es la verdad. No sé en qué bando está la verdad en este enrarecido clima. Es posible que en los dos pero ambos la quieren al cien por cien. Lo que parece claro es que está contaminada y la razón no es capaz de depurarla. Hemos entrado en un callejón sin salida con vistas a un precipicio. En España no hacen falta huracanes o ciclones, sabemos fabricar nuestras propias espirales. Las espirales son sordas, son autistas. Difíciles de manejar, solo saben hacerlo sus diseñadores y aún así se les puede ir de la manos. A veces toman la forma de masa humana. Un alud sin cerebro que arrasa todo a su paso. Solo cuando la masa se estrella y se despedaza afloran las dudas y las reflexiones entre los supervivientes: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué nos ha pasado? Es el objetivo de la masa, dejarlo todo para mañana en el baúl inservible de la Historia.
Hemos llegado hasta aquí porque los señores que deben servirnos se han empeñado en hacerlo. No son señores. Tuvieron la solución en sus manos, hace años, cuando era fácil. Pero solo piensan en clave electoral. Para estos inútiles servidores que están en el origen de los males no hay discurso del rey. El castigo es siempre para quienes no lo merecemos. No acabamos de aprender esa lección. Ahora la solución es difícil, traumática. No para ellos, sino para nosotros, por eso no les importa levantar barreras y escollos cuantas veces sea necesario. Saldrán indemnes de su nueva tropelía. Pedirán perdón, dirán que se han equivocado. Y que hay que pasar página. Todo le saldrá gratis. Pueden jugar como quieran, pueden destruirnos la vida de mil maneras, una de ellas es enfrentarnos, de nuevo. Se han vendido más banderas de España que cuando ganamos el mundial de fútbol. Se junta la gente en la Cibeles a cantar el ‘cara al sol’ y no pasa nada, que es mucho pasar.
Jamás tomaremos conciencia de que sin peones no hay ajedrez. No hay enroques ni jaques mate. Solo tenemos que saber movernos sin dejarnos mover, jugada tan díficil de ejecutar que a menudo acaba en el inmovilismo. Cuando llega el discurso real es muy mala señal, sobre todo si se escora a un lado en concreto. Nos gusta ser mandados y dirigidos pero nos gusta votar cada cuatro años para creer que somos nosotros quienes mandamos y tener la conciencia tranquila. Creemos que tenemos autoridad, aunque no pasa nada si nos la destrozan entre voto y voto. Padecemos el síndrome de Estocolmo.