Revista Opinión
Llevo dos días encerrado en mi casa y ya estoy harto. Desde que el gobierno decretó el estado de alarma y obligó a todo el mundo a permanecer confinado en sus viviendas, como medida drástica para frenar la expansión de una pandemia por coronavirus que cada vez se extiende por más países, no sé qué hacer tantas horas sin hacer nada, enclaustrado entre cuatro paredes. Han pasado sólo dos días, de los quince que, en principio, debemos estar sin salir, y ya doy muestras de cierta desesperación y hartazgo.
Al principio -en realidad, el primer día-, me entretuve en reírme de la situación por la histeria de la gente haciendo acopio de papel higiénico y con los “wassas” de memes que rebotaba con amigos y la familia. Pero pronto se hicieron reiterativos, tanto los memes como las noticias de la tele, y al segundo día ya eran insoportables. Tanto como el gesto, se supone de solidaridad, de salir a los balcones a aplaudir al personal sanitario que atiende en los hospitales a los contagiados por la epidemia (quiero pensar que también por tratar a todos los demás enfermos).
Me irrita un comportamiento que, además de imitar como monos una idea espontánea que surgió en otros países, se asume como ejemplo de empatía y solidaridad hacia el colectivo profesional que debe atendernos en los centros sanitarios. Y me molesta porque las muestras de apoyo y comprensión que solemos manifestar son aquellas que nos resultan cómodas y baratas. Si exigieran algún sacrificio o gasto, ya no serían tantos los que se adhirieran a ellas. Salir a aplaudir, para que nos vea todo el vecindario, es lo más fácil: reconforta nuestra propia autoestima más que otra cosa. Lo malo de todo ello es que, si al segundo día de estar enclaustrado en mi casa ya estoy a disgusto con la hipocresía pública que esta situación saca a relucir, mal voy a soportar tanto cautiverio. Vamos: que mal empezamos.