Revista Opinión
Enfilamos el segundo mes de enclaustramiento y los problemas se agudizan dentro de cada casa. Es comprensible que las autoridades no pudieran tener en cuenta todas las circunstancias que acarreaba la obligación de encerrar en sus domicilios a toda la población, sin apenas excepciones. Son admisibles tales deficiencias si se corrigen cuando se detectan. Las únicas salidas autorizadas al exterior han sido por motivos de fuerza mayor, como adquirir alimentos, comprar medicinas, ir al estanco o sacar al perro. Los adultos, mal que bien, aguantamos estar en una jaula con relativa resignación, intentando distraer nuestra abulia con mil recursos claustrofóbicos a nuestro alcance, tales como cocinar, limpiar, blasfemar, atiborrarnos de cerveza, chismorrear por las redes sociales e, incluso, leer o escuchar música. Pero a otros componentes de la familia les cuesta más trabajo evadirse. Y son aquellos, precisamente, a los que el Gobierno no ha tenido en cuenta. Evidentemente, me refiero a los niños, esos olvidados por las autoridades en su listado de excepciones al cautiverio.
Los hijos pequeños son, por definición, seres de una vitalidad inagotable. También, por su edad, no mantienen la atención durante mucho tiempo con nada. Por muchas tareas pseudoescolares que les impongamos durante algunas horas, les queda el resto del larguísimo día para, no sólo incordiar constantemente a los mayores o pelearse entre ellos, sino también para sufrir cambios en el carácter, modificaciones en la conducta y hasta síntomas de traumas psíquicos por el estrés que para ellos supone la inactividad, el encierro, la imposibilidad de socializar con compañeros o amigos y, además, la incapacidad de quemar la energía que acumulan en sus músculos. Tener los niños encerrados tanto tiempo es un martirio para ellos y un sinsentido cometido por el Gobierno.
No se entiende que los niños no puedan salir un rato a jugar y estirar las piernas, limitando todo contacto con otros enanos de su edad y bajo estricta responsabilidad de sus padres, y a los perros se le pueda pasear dos veces al día. O que los adultos puedan ir a comprar tabaco mientras los niños aguardan encerrados y solos en casa. Con este confinamiento tan riguroso es probable que no se contagien del virus, pero es seguro que algunos de ellos contraerán alguna patología psicosomática que perdurará a lo largo de sus vidas. Es incomprensible que, si se puede ir a trabajar para que la economía no salga excesivamente perjudicada de esta crisis sanitaria, no se pueda permitir, de igual modo, que los niños salgan a plazas y jardines a coger el sol y airear sus pulmones, para que su estabilidad emocional y su equilibrio psicológico no resulten también perjudicados. Yo creo que ya es hora de acordarse de nuestros hijos, tanto como de la economía y las empresas.