Revista Opinión
Seguimos dándonos vueltas a nosotros mismos, inquietos en esta quietud forzada de un confinamiento que nos mantiene enclaustrados en nuestras casas. Más de cuarenta días que forman un bucle interminable de jornadas que se copian entre sí y que engendran una monotonía exasperante por su falta de variedad, una invariabilidad tediosa. Estamos atrapados en un pliegue del tiempo que ha congelado los relojes en la fecha en que accedimos a este aislamiento. Cuarenta días de una existencia sin existencia, un tramo de nuestras vidas -que mañana nos parecerá fugaz, pero que hoy se antoja eterno- que ha sido desperdiciado en no vivir, no relacionarse y no estar en el mundo de nuestras fatigas, entre amigos y seres queridos. Estamos asediados por un confinamiento que sólo tolera que nos asomemos a las ventanas y consumamos horas muertas con nuestras flaquezas y ansiedades. Hasta los niños, a quienes se les permite desde ayer salir una hora al día a estirar las piernas, lo hacen como cachorros cuando emergen por primera vez de la madriguera: desconfiados y temerosos.
A estas alturas, ya dudamos hasta de nuestras certezas, aquellas que fortalecían las decisiones más importantes con las que afrontábamos el reto de vivir y nos hacían asumir la responsabilidad de nuestra libertad. Desde que estamos confinados, deciden por nosotros para evitarnos la libertad de equivocarnos, para negarnos la responsabilidad de ser libres y, por tanto, curiosos. Una situación que me hace divagar, harto de esta quietud que tanto inquieta, si lograremos vencer al virus que ha trastocado nuestras vidas o si este trastorno de la existencia no constituye ya el triunfo de un germen que ha aparecido para poner en cuestión nuestra seguridad y estilo de vida. Finalmente, opto por dejar escapar mi mirada a través de la ventana, deseando desertar, para no responder a la disyuntiva de si es preferible la irresponsabilidad de ser libre o la responsabilidad de continuar enjaulado.