Revista Opinión
El tiempo avanza con exasperante lentitud cuando la rutina es claustrofóbica. Hay que hacer un esfuerzo permanente para no caer en la abulia y melancolía paralizantes. Una especie de “vértigo inmóvil, pereza sobrenatural” como diría el filósofo. Cada cual busca un salvavidas y se encierra en su mundo, un aislamiento ajeno y extraño a los mundos de los otros, los demás náufragos en este cautiverio. Ha pasado sólo una semana, ignorando cuántas nos aguardan encerrados, en la que siquiera nos hemos dado cuenta de haber dejado atrás el invierno, sumidos en la inquietud y con las noches recorriéndonos las venas. Jamás la primavera había hecho una aparición tan triste y desolada, sin rostros que la reciban acariciados por el sol que se derrama al mediodía sobre los pétalos de las flores. Tanta inmovilidad agarrota no sólo las articulaciones, sino también el ánimo, por mucho que intente distraerse con los recuerdos y las moscas. Una reclusión forzosa, un castigo impuesto por expertos y gobiernos para la supervivencia de todos, incluidos los suicidas y los dementes que no atienden ni entienden razón alguna ni protocolos sanitarios. La única manera de superar estas horas eternas es con resignación. Consuela el padecimiento más lacerante que atormenta el alma de las víctimas de la falta de bondad y justicia, de la crueldad del hombre. Por eso me sumerjo, para reconciliarme conmigo, en la lectura de Emil Cioran, aquel pesimista empedernido que era capaz de asegurar: “Acepto ser el último de los hombres, si ser hombre es parecerse a los demás”.* *: Emil Cioran, Cuadernos 1957-1972. Tusquets editores.