Revista Opinión

Vivencias Judiciales – Audiencia Provincial

Publicado el 15 abril 2018 por Carlosgu82

VIVENCIAS JUDICIALES-LA AUDIENCIA PROVINCIAL

Vivencias Judiciales – Audiencia Provincial
Vivencias Judiciales – Audiencia Provincial

Todavía recordaba, como si fuera ayer, aquel fatídico tres de noviembre, el día que su destino cambió para siempre: el suyo y el del resto de su familia. Y es que, cuando la muerte se cruza en tu camino, o, mejor dicho, cuando se trata de una muerte sangrienta, nada vuelve a ser igual.

Esa noche se cumplía el tercer aniversario de esa llamada que jamás se tenía que haber producido: pero se produjo. Estaban su madre y ella tan tranquilas, sentadas en el sofá, viendo otro capítulo de su serie favorita, cuando la melodía que ella escogió días atrás para su Samsung las interrumpió. Alguna vez le había dado por pensar si eso de cambiar al “Bandido”, de Bosé, por “los zombies”, de Jackson, no había sido una mala idea. Sí, era una estupidez pensar algo así, pero de alguna forma tenía que buscar consuelo. O, más bien, intentar comprender por qué la vida les atacó de esa forma tan ruin. Porqué ese energúmeno le arrebató la vida a su hermana y, sobre todo, de esa forma tan sangrienta. Según comentó la policía en su día, era como si el asesino tuviera cuentas pendientes con Clara. “¿Pero quién iba a tener algo en contra de mi hermana, si de buena que era, era tonta?” —Pensaba—. Todavía se le estremecían las carnes al pensar cómo se la mostraron en la sala de autopsias. Incluso les dijeron que, si no querían verla, lo entenderían perfectamente. Pero, tanto sus padres, como Sara, insistieron, aún sabiendo a ciencia cierta que ese cuerpo inerte que estaba tumbado en esa camilla era el suyo. Su bello rostro, porque era guapísima, estaba absolutamente desfigurado y había perdido sus hermosos ojos verdes. Sus pechos…bueno, cómo describirlo, aparecían triturados. Como si les hubiera pasado una máquina de hacer puré por encima. “¡Maldito hijo de la gran puta!” —pensó—. Ni sus padres ni ella encontraron consuelo ese día, ni tampoco con el paso del tiempo.

Casualmente, al día siguiente de ese fatídico aniversario, se iba a celebrar el juicio. “¡Por fin!” —Se decía Sara para sus adentros—. Después de tan interminable espera, Clara podría descansar en paz. Bueno; eso si la sentencia era favorable, aunque, con todas las pruebas de las que constaba el expediente, era prácticamente imposible que se diera otro fallo. “Os prometo, que, si mañana el juez y el fiscal dictaminan que ese cabrón puede quedar en libertad, será prueba más que refutable de que yo debo dejar de creer en la justicia y abandonaré la abogacía” —Les había dicho, Alberto, su abogado.

El caso, a ojos de la prensa, se le conocía como “El juicio del destroza pechos” y, si el juicio había tardado tanto, pese a que la fortuna había querido que al criminal se le cogiera a las pocas semanas, era porque no solo Clara era víctima, sino que el asesino había dejado otra más, María. Un homicidio que se investigaba en diferente juzgado, con el retraso que ello había conllevado. Finalmente, después de mucho marear la perdiz, se decidió por parte del Presidente de la Audiencia Provincial, donde iban a ser enjuiciados los hechos, que se hiciera todo en unidad de acto y con todos los letrados de las partes implicadas presentes. “Desde luego, —Comentó Sara a Alberto en más de una ocasión—, ya lo podría haber decidido desde un principio”.

La vista iba a comenzar a las diez de la mañana, y, tanto sus padres como Sara, se despertaron con la suficiente antelación para estar en el Palacio de Justicia a la hora convenida con Alberto. Ya les advirtió que el Presidente de la Audiencia que les había tocado en suerte, Don Alfonso, era de puntualidad rigurosa. No iban a permitir que la ley les hiciera una jugarreta solo porque ese hombre era más tiquis miquis con el horario de llegada, que con unas desoladoras muertes.

Las puertas de acceso al juzgado estaban atestadas de gente; la expectación del juicio era mucha. Sara y sus padres entraron, junto a Tonia, la procuradora, quién sorteó como pudo la avalancha de preguntas de los periodistas. Dentro, ya les aguardaba Alberto, quién estaba acompañado de un hombre rechoncho y bastante canoso. Fue presentado como, Fernando, letrado de la otra familia. Sara, en un acto reflejo, miró el reloj del móvil: Las diez menos cuarto. Alberto, al verla, aprovechó para recordar que debían apagarlo.

Para que la espera fuera menos tensa, los dos abogados intentaron dentro de lo posible tranquilizar a sus respectivos clientes. “Mi compañero estará de acuerdo conmigo que hemos tenido suerte. Don Alfonso tiene esa manía de la puntualidad, pero, al fin y al cabo, es un hombre justo”, —Comentó Fernando—, a lo que Alberto respondió asintiendo con la cabeza. “En efecto, es de buena pasta” —Aseveró Alberto—. “A ver, no estoy queriendo decir que el resto de componentes de la magistratura sean malos, ni mucho menos. Ya me entendéis” —Les dijo—. Pues no;  Sara no entendía nada, pero no le dio tiempo a hacer más conjeturas; porque un joven alto, moreno, con barba de dos días, traje a medida azul marino y una toga en su brazo derecho hizo acto de presencia. Por fin, pensó Sara, le ponía rostro al hombre del que tanto había oído hablar desde hacía tanto tiempo. La verdad es que no tenía edad para estar ya en una Audiencia Provincial, se dijo a sí misma, ¿cuántos años tendría? Vio que se dirigía a una mujer, de edad indefinible, y hablaba con ella. Tonia le comentó que se trataba de, Ana, la funcionaria de auxilio. Seguidamente, vieron como, Don Alfonso entraba en sala y Ana se dirigía a los medios, dándoles las oportunas indicaciones. Mientras tanto, se producía la llegada de, Don Guillermo, el Fiscal, quién saludó tanto a los periodistas congregados, como al resto de implicados, y entró también a la sala de vistas.

Pasados veinte minutos de la hora, debido a problemas informáticos  que se tuvieron que solventar por, Laura, la técnica adscrita al ministerio, entraron y se posicionaron en sus lugares correspondientes: el juicio iba a comenzar. Desde luego, pensó Sara, aquel lugar impresionaba. Alberto les dejó bien claro que, pese a lo que pudieran oír, guardasen silencio absoluto y dejaran que él hiciera su trabajo. Para ella, fue muy difícil contenerse y mantener la calma cuando los funcionarios de la Policía Nacional trajeron al detenido y lo condujeron al lugar que le correspondía. A las diez y media, cuando todo estuvo, por fin, preparado, la vista comenzó.

Era tal el estado de nerviosismo, que Sara solo atinaba a ver como Don Guillermo movía sus labios, pero no podía escuchar absolutamente nada. Después, llegó el verdadero silencio y, acto seguido, el Magistrado concedió la palabra a Alberto, quién expuso sus argumentos. Al acabar, le tocó el turno a Fernando y, acto seguido, el letrado de la defensa, Manolo, intentó que su guión, el cual era vender la moto de esquizofrenia crónica, y alguna que otra desfachatez más,  fuera aceptado tanto por Don Guillermo, como por Don Alfonso y que su cliente viera menguada su condena o, alegando ser más que justificada, que se le concedieran los beneficios inherentes a alguien que, según él, “no está bien de la cabeza”. Vamos, lo que comúnmente se conoce como: irse de rositas.

Cuando, Manolo, terminó con su magistral representación; porque la verdad es que tenía mérito interpretar un papel así, y aún más sabiendo que no te van a dar ningún Oscar, Don Alfonso pidió al condenado que se pusiera en pie delante del micrófono. Después de cantarle aquello del juramento, decir verdad, falso testimonio…se procedió al interrogatorio de Don Guillermo.

Pasados cuarenta y cinco minutos, el interrogatorio se dio por finalizado. Ni que decir tiene, que el procesado manifestó por activa y por pasiva su inocencia. Y qué iba a hacer, el pobre, musitaba para sus adentros Sara. Eso sí, lo que más la sorprendió, era que, pese a que con ello la condena se vería suavizada, no estaba dispuesto a seguir los consejos de su abogado. Hizo hincapié, tanto al Presidente, como al Fiscal, que él de locura nada. Estaba bien cuerdo: cuerdo e inocente.

Después de esas últimas palabras, Don Alfonso decidió hacer un receso de quince minutos, para luego seguir con la exposición tanto de los abogados, Manolo, Fernando, Alberto, como de Guillermo, el Fiscal. Luego, les tocaría el turno a los miembros del jurado popular. “Menudo marrón —Sara les echó un vistazo antes de que se retiraran a la pequeña sala que se había habilitado para ellos—, no me gustaría para nada estar en su lugar”.

Con su característica puntualidad, a los trece minutos el Presidente volvió a reaparecer y, con él, el resto de protagonistas de esta, según Sara, obra de teatro. Así que, como si de un reloj suizo se tratara, a los quince minutos, la representación pudo volver a comenzar. Don Alfonso rogó, tanto a los letrados, como al Fiscal, que en lo máximo posible, fueran breves y evitaran andarse por las ramas.

A las dos de la tarde, finalizó el juicio. Don Alfonso emplazó al jurado a que se retiraran a meditar, y exhortó a las partes a esa misma tarde, para las cinco y media, a fin de proceder a leer la sentencia. Ya faltaba menos para que esa pesadilla acabara.

Alberto sugirió, alegando que dada la hora que era no valía la pena volver a casa para regresar prácticamente enseguida, ir a comer a un restaurante cerca de allí. Por descontado, tanto Sara como sus padres, aceptaron la oferta. Al llegar, vieron que se trataba de un bufet libre, aunque el abogado les comentó que, si lo preferían, había menú del día también. Los padres de Sara manifestaron no tener mucho apetito pero, Fernando, que se había unido a ellos, les dijo que debían comer algo. Sara, por su parte, era todo lo contrario: los nervios hacían que fuera capaz hasta de devorar un elefante entero, por lo que se fue a la zona del bufet y se puso un plato hasta los topes. Los abogados, pidieron el plato del día, consistente en coliflor con bechamel, croquetas de endivia y flan de huevo casero.

Tres mesas a la derecha de donde ellos se encontraban, Don Guillermo,   saboreaba un plato de arroz cubano en soledad. Sara pensó en llamarle y animarle a que se uniera a ellos, pero, dadas las circunstancias, no creía que hacer camaradería con el Fiscal en esos momentos, fuera una buena idea. Alberto, al verla, pudo leerle la mente, y la tranquilizó. Le explicó que, teniendo en cuenta que, pese a la bola en el tejado que obra en poder del jurado popular, la decisión final y trascendental del caso está en manos del Fiscal y del Juez, tanto uno como otro acostumbraban a vivir en soledad esos últimos momentos. Don Guillermo, meditando en esa mesa del rincón del restaurante, lo más seguro escuchando a Queen a través de unos auriculares. Don Alfonso, estaría comiéndose un bocadillo de sardinas con cebolla caramelizada, su favorito, en su despacho, y con la música de Los Beatles a toda pastilla. Sara no daba crédito a lo que Alberto comentaba, y Fernando confirmaba. “Así que estos dos deciden sus veredictos a través de las canciones y no a través de la ley” —No sabía si echarse o no a temblar.

Llegó la hora convenida, las cinco y media, y todo el personal y la prensa entraron de nuevo a la sala de juicios. Don Alfonso procedió a llamar al presidente del jurado para que este tomara lectura de la decisión que habían tomado: culpable por unanimidad. Lo que siguió, después de ese momento, fueron abrazos por un lado, gritos insistiendo su inocencia por otro, flashes de cámara, micrófonos que se acercaban a los abogados…

Salieron de allí, y Alberto les comunicó a los padres de Sara, como a ella, que es muy raro, por no decir anormal, que la justicia dictamine en contra de lo que ha manifestado el jurado popular. Más teniendo en cuenta las pruebas de las que constaba el expediente y el desarrollo de la vista, donde pese a insistir en su inocencia, el asesino había topado en miles de contradicciones. Fernando estaba totalmente de acuerdo con su compañero y así lo había comunicado también a sus clientes, quienes se habían unido a ellos y comentaban lo sucedido allí dentro. Probablemente, a Don Alfonso no le gustaba perder el tiempo, tendrían noticias a los pocos días.

En efecto, así fue, cinco días después, tanto Don Guillermo, como Don Alfonso, confirmaban lo manifestado por el jurado, condenando al brutal asesino a sesenta años de prisión y a una indemnización para los familiares de las víctimas de doscientos mil euros. Por fin, se había hecho justicia con Clara y con María.

Tres meses después, Sara se encontraba en la biblioteca cuando le pareció ver a alguien conocido. No podía verle muy bien, dado que estaba de espaldas. Vestía unos tejanos negros y una camiseta de manga larga con un estampado de tigre. Decidió, picada por la curiosidad, acercarse disimuladamente. ¡Anda, pues claro que le conocía! ¡Era el Fiscal! “Ostras, pues menudo cambio” —Se dijo—Tan trajeado que le había visto el día del juicio y ahora, dada la indumentaria, Don Guillermo parecía una fiera. Pudo ver que tenía en sus manos la última novela de la escritora Estela Andreu, “Sangre y corazón”, que casualmente ella había adquirido a través de la plataforma de amazon. Dado que ella la había terminado de leer hacía escasos días, se dijo que sería un tema como otro cualquiera para acercarse y entablar conversación.

FIN.


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