CAPÍTULO TRES
Alfonso fue a su despacho y dejó los libros sobre la mesa, tenía que ir a hablar con Ana, a su hermano le preocupaba algo y ella a lo mejor sabía el qué. Podría habérselo preguntado a él mismo, pero conocía a Guillermo, como suele decirse, como si lo hubiera parido, y no le contaría nada. Tocó a la puerta de la oficina de su socia y abrió sin más, encontrándola con unos clientes, por lo que le pidió disculpas gesticulando, al mismo tiempo que le daba a entender que quería que se pasara por su despacho. Ana hizo señas de que así lo haría.
Mientras tanto, Guillermo, después de la decisión que había tomado, volvió a coger la lista entre sus manos. No sabía por dónde empezar o, mejor dicho, por quién ni cómo. Desconocía el manejo de las armas de fuego, y tampoco se veía empuñando un arma blanca. ¿Tendría la sangre fría de usar veneno? Tenía un buen dilema. Reconoció que algunos jueces, así como fiscales que estaban en la lista, dictaron resoluciones que le habían perjudicado, pero, de ahí a matarlos era otra cosa. La justicia, se dijo Guillermo, te da, por ejemplo, la opción de los recursos. Además, matando al juez, ¿qué se arregla? Quizás debería reunirse con, “El Balas”, e intentar disuadirlo o, también, cabía la posibilidad de pasar de todo y pedir ayuda, pero recordó el tono y la mirada de ese cabrón al decir: “no hables con nadie”, y desistió al punto de esa opción.
Ana entró en la oficina de su socio y, sin más preámbulos, manifestó:
—No, Alfonso, no tengo ni la más remota idea de qué le sucede a tu hermano”. Lo único que sé es que me contó que se encontraba mal por una cena en mal estado; no me lo creí, claro está. Pero, algo le pasa, en caso contrario no me hubiera pedido a mí ir a su juicio. —Alfonso miró a Ana sin comprender—. Me refiero a un juicio que tenía en el número dos, algo sobre un italiano.
—Ah, ya, creo que sé cuál me dices. —Alfonso cogió un bolígrafo y se puso a juguetear con él—. Si es el que yo pienso, anda que no ha dado vueltas. Y, ¿cómo se ha tomado el cliente que mi hermano no se haya presentado?
—¿La clienta? Pues, la verdad, no ha comentado nada.
—Y, ¿tenemos sentencia?
—No he comprobado las notificaciones todavía, pero imagino que sí. A ver, Alfonso, que es el Juzgado de Carlos, raro sería que la resolución no estuviera ya.
—Bueno, volviendo a Guillermo, así que no sabes qué le pasa. Hablaré con él a ver si a mí me lo cuenta. Gracias, Ana. Por cierto, ¿con quién estabas hablando antes?
—Son dos empleados de una empresa de bisutería que quebró hace casi un año. Al parecer aún les deben dinero, ya sabes.
—Pues si quebró, no sé qué esperan cobrar.
—Dicen que da igual quién o quienes se hagan cargo, pero dicen que el dinero es suyo. Si no te importa, voy a echar un vistazo a toda la documentación que me han traído. Además, mañana tengo otra vista de cláusulas suelo, tendré que repasar. ¿Sabes? A veces me da la impresión de que estoy preparando un examen y que estoy a punto de ponerme delante de un profesor.
—Si lo miras bien, —Alfonso dejó el bolígrafo en la mesa—, en cierto modo es así. De acuerdo, Ana, gracias por todo.
—A ti, y mantenme al tanto del asunto de tu hermano. La verdad, es que conociéndole, me tiene preocupada—. Y, sin más, abandonó el despacho.
Tres días después, Guillermo se encontraba en la puerta del nuevo edificio judicial esperando a que llegara la comitiva del Juzgado de lo Social, para la celebración de las vistas de ese ámbito jurídico. Tuvo la tentación de volver a pedirle a Ana que le sustituyera, no estaba de humor, pero, al final, desistió de la idea.
Decidió que lo mejor sería esperar dentro, pero cuando iba a entrar, oyó una voz a su espalda que le hizo estremecer. Era su mayor pesadilla en los últimos tiempos, “El Balas”, y deseó tener el don de la invisibilidad, o tener a mano una máquina del tiempo.
—Buenos días, Guillermo, ¿qué tal estamos hoy? Yo no muy bien, la verdad. —Dijo, sin darle oportunidad de dar respuesta—. Es más, si viera alguna noticia de alguna muerte, o alguna esquela en prensa, estaría mucho mejor. Tú ya me entiendes. —Miró a Guillermo de manera fulminante—. Igual tendré que tomar medidas.
—¿A qué te refieres? —El juez del social, que llegaba en ese mismo instante, les dio los buenos días y entró en el edificio—. ¿A qué medidas te refieres?
—Te lo puedes figurar. De todos modos, te doy dos días. Si en dos días, no has matado a nadie, atente a las consecuencias.
Y, sin más, marchó, dejando a Guillermo hecho una auténtica mierda. Pero sus clientes no tenían culpa, así que respiró hondo, contó hasta diez, y entró. Ya tendría tiempo, después del juicio, de pensar seriamente en esa amenaza y obrar en consecuencia.
Al acabar el juicio, se despidió de sus clientes y se marchó a su despacho. Abrió el cajón de la mesa y volvió a sacar esa maldita lista. La miró de nuevo, y volvió a preguntarse por dónde empezar. Después de cavilar mucho, pensó que lo más sensato sería hacerlo por el principio e ir tachando nombres a medida que fuera quitándoselos de en medio. Si seguía posponiendo esa macabra tarea, sabía seguro que “El Balas” cumpliría su amenaza, y no estaba dispuesto a que así fuera.
Volvió a coger el papel, y vio que la primera persona que constaba en ella era Ana, y que ese cerdo le indicaba que se trataba de la funcionaria del Juzgado nº 1. ¿Qué había hecho para que deseara su muerte?, se preguntó. Bien, se dijo que mejor no pensar en ello, y sí en cómo quitarla de en medio. Lo sintió mucho, le tenía mucho aprecio, pero su familia y amigos dependían de él. Así que no tenía más remedio, hubiera o no motivos, Ana tenía que morir.
CONTINUARÁ.