Aún recuerdo que no hace muchos años, un Viernes Santo como hoy, todo era tristeza, dolor, sufrimiento y silencio, ¡por real decreto!. La TV dejaba de emitir programas y ponía música clásica o películas religiosas, los cines, los salones de baile y teatros se cerraban, las imagenes de los santos en las iglesias permanecían tapados por un manto morado, estaba prohibida cualquier actividad ociosa y divertida y había que mantener el ayuno voluntario y ser conscientes y penitentes en silencio del sufrimiento de un Jesucristo en la cruz, muriendo por todos nosotros para redimir nuestros pecados…
¡No hace tanto tiempo de todo esto! Eran tiempos de negrura, opresión y sufrimiento, por real decreto y bajo la pena de pecado mortal, como se le llamaba en aquellos tiempos oscuros... Pero, respetando los credos y los valores que cada uno tenga, ese cierto terrorismo religioso y miedo infundado institucionalmente hacían mella en la población, despertando la necesidad de hacer de la pena un espectáculo, crónico. Así nacieron muchas de las procesiones que, en estos días de Semana Santa, salpican aún muchas poblaciones, eran de riguroso silencio, aunque de una singular belleza y devoción… ante la miseria humana. En alguna de ellas vi hombres y mujeres arrastrando pesadas cruces, arrodillados, emulando al Cristo del la Cruz y purgando así sus propios pecados y, pretendidamente, sufriendo como Él por su debilidad solo humana. Pero, a pesar de todo y de todos, sobreviví a aquellos tiempos oscuros de mi niñez, presunta y pretendidamente dolorosos… aunque el escenario de mi vida fuera el adecuado para sentirme así.
No voy a entrar a debatir lo que yo creo es un sesgo histórico -donde, como siempre, hay buenos y malos, santos y pecadores- y de su dudosa buena interpretación o intención institucional, ni del afán iconoplástico y algo mitómano de la especie humana. Me concentraré mejor en lo que, a mi humilde parecer, significa esa hermosa metáfora bíblica que, un día como hoy, nos invita a reflexionar sobre el sentido de nuestra breve existencia en este mundo. Descarto, de entrada, considerar esta vida terrena nuestra como un necesario tránsito hacia una mejor vida, lejana, ¡tras la inevitable muerte! El famoso valle de lágrimas decretado y necesario para llegar al Dios de las alturas, de amor infinito, que en el Cielo nos espera con sus brazos abiertos (después de juzgarnos, claro). Nunca he creído en ese padre infinitamente misericordioso que, desde el miedo, juzga nuestra fidelidad hacia Él y castiga nuestros actos y la debilidad humana.
Creo que Dios es, ante todo, Amor… y no hace falta saber de religión y que nos lo impongan como severo Padre, para presentirlo ya dentro de nosotros. Basta observar con detenimiento todo el Universo que nos rodea para sentir que Todo es ya Perfecto, ¡inhumanamente perfecto! Y basta sentirse parte del Todo para comprender que -nos guste o no, le llames como le llames- el verdadero Dios está en todas partes, incluyendo dentro de cada uno de nosotros, aunque tal vez demasiado escondido bajo las penalidades y debilidades humanas que, en nuestra propia historia, hemos creado y aceptado, algunos de por vida. En algún momento de nuestra propia vida, olvidamos y/o nos hicieron olvidar que no sólo somos insignificantes e imperfectos seres humanos y que necesitamos un severo e intolerante padre para que vigile y juzgue nuestros pasos…
Alguien -quiero pensar que con buena intención e ignorancia- obvió decirnos que en nuestro interior está todo eso que necesitamos para vivir ahora y aquí nuestra mejor vida y, haciéndolo, trascender de lo meramente humano y solo terrenal. Así como nos enseñaron, en cambio, a buscar lo mejor y lo peor fuera de nosotros mismos, ya sea en un Dios de las alturas o el diablo Satanás que, por negar a Dios, se quedó en el infierno, cediendo nuestro personal compromiso con la vida a alguien necesariamente externo y ajeno. Alguien se olvidó de recordarnos que somos libres y que esa libertad es, precisamente, lo que nos acerca o nos aleja de Dios o de nosotros mismos, como lo creas y entiendas. Y así, uno se da cuenta de que Cielo o Infierno es lo que se vive aquí mismo en la Tierra, según te alejes o acerques a tí mismo, del amor y de ese Ser Espiritual que -llámale Dios o lo que quieras- todos llevamos dentro.
Sin duda, obviaron lo más importante de nuestra vida. Delegar nuestra felicidad o infelicidad en un tercero ajeno a nosotros mismos, ¡siempre ha sido la trampa y la garantía de nuestra desdicha solo humana! Pero, para ser verdaderamente conscientes de la presencia del Amor -llámale Dios, si quieres- en nuestro interior, escondido bajo un manto de la inteligencia y de los credos sugeridos o impuestos a la fuerza, debemos ser capaces de dejarlo salir y manifestarse ante uno mismo y los demás. En otras palabras, debemos dejar morir nuestra naturaleza solo humana y renacer a esa otra que nos trasciende y nos convierte en creadores y, a la vez, en seres espirituales y plenos. Y eso precisamente es lo que nos hace libres y, por tanto, responsables de nuestra propia vida… y del amor y la felicidad en ella.
Eso, a veces da miedo, lo sé, lo he padecido y, a ratos, aún lo tengo. Es más cómodo que alguien desde fuera nos guíe en nuestra propia vida… y si es Dios e infinitamente bueno, ¡mejor que mejor! Pero es humano tener miedo, incluso Cristo lo tuvo, según reza la Biblia. 'Padre, ¿por qué me has abandonado?' pregunta ante el sufrimiento en la cruz, poco antes de trascender a la nueva vida. Pero poco tiempo después, mirando de cara el sufrimiento y el miedo que lo embarga como sólo ser humano, afirma por fin 'en tus manos encomiendo mi espíritu', recobrando el valor divino de su Ser ya pleno, libre, amoroso y valiente… ¡y ya sin miedo! Y ya no es solo una cuestión de fe o de creencias religiosas y elaboradas, sino de confianza en uno mismo y en la vida, plena. Y eso solo puede sentirse desde dentro.
No desearía seguir con esa disertación filosófica o escatológica en un día como hoy, donde sobran las palabras sabias y se invita al silencio. Porque es en el silencio con nosotros mismos donde, sin duda, uno siente Su Presencia, por tanto, la nuestra, la de cada uno. Por un momento, quédate sólo y concéntrate en ti mismo, siente tu interior, cada uno de tus órganos y tus tejidos… y siente tu vida dentro, ilimitada y preciosa. Luego, por favor, vete o concéntrate en la Naturaleza que nos rodea y dime si eres capaz de negar la existencia de Algo Superior que la crea a cada instante y se recrea en su belleza, para que tu la veas y, sobre todo, la sientas en tu corazón. Pero, un poco más allá, en tu interior, quizás sientas también que tú tienes algo que ver en todo ello y que, tal vez, formas parte importante de todo lo que se crea y se recrea a tu alrededor. Observa con atención – si tienes ese privilegio, contigo- la perfección de un niño recién nacido y sé consciente de tu participación en la creación de tal belleza y pureza! O simplemente vuelve al entorno natural y siente profundamente tu presencia ante cualquier hoja, flor, árbol, animal, curso de agua, roca… y pemítete sentirte en comunión con ella. Esos simples y cotidianos gestos humanos te harán sentir todo ese Amor que tienes dentro -desde siempre- porque despiertan tu más elevado espíritu, entonces, ahora y aquí, ya manifestado.
Esa, para mí, es la gran lección para un día como hoy, Viernes Santo. No hay tristeza ni sombras en él, sino el deber de ser capaces de ver y sentir que, tras la oscuridad llega siempre la luz del Alma, sintiendo simplemente el amor que todos llevamos dentro, a través del silencio. Y es, precisamente, el amor lo que hace que cualquier gesto, persona, momento y lugar en nuestro día a día sean mágicos y una singular oportunidad para sentir a Dios (Amor) dentro, regalándonos el verdadero sentido de nuestra vida. Por lo demás, solo te recuerdo que nos queda la libertad personal para vivir la vida solo como seres humanos, limitados y desdichados… o bien ya como seres plenos, en cierta manera divinos y humanos, que se crean -y se recrean- a sí mismos en su propia capacidad de vivir intensa y felizmente, compartiendo el Amor cada día… y resonando en tu corazón, con todo lo que te rodea!
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