Hoy
es lunes. Da igual que sea lunes. A las cinco cincuenta suena la alarma del
móvil. Has abierto los ojos y te has sentado al borde de la cama. No quieres
moverte. Hace tiempo que no tienes ganas de vivir. Te levantas y vas al cuarto
de baño. Evitas mirarte al espejo. Te desnudas de espaldas a él. No quieres
verte porque ya no te reconoces. Bajo el agua caliente relajas tus músculos. Te
liberas. Sabes que es lo más cerca que estarás de la felicidad en todo el
día.
Has
metido todas tus cosas en el bolso. Ya tienes el abrigo puesto. Abres la puerta
y sales. Te detienes en el rellano. ¿Llevas todo? Las llaves, el móvil, el
monedero. Parece que lo tienes todo. Tomas el ascensor y sales a la calle. Allí
te asalta una duda. ¿Te has tomado la pastilla de la depresión? Tienes que
volver a comprobarlo. La olvidaste.
Otra
vez en la calle. Te diriges hacia el metro. La gente camina rápido. Tú también,
pero miras hacia abajo mientras lo
haces.
Qué
graciosa, imita al abuelo- decían cuando
eras niña.
En
el suelo ves un papel escrito a mano. No puedes evitar cogerlo. ¿Crees que son
mensajes en una botella? ¿Qué alguno irá dirigido a ti? Los príncipes azules no
existen. Pero siempre te agachas.
La
mayoría de las veces son listas de compra o anotaciones incompletas. Éste no.
Te emocionas al leerlo.
«Te
espero mañana a las seis en C/ México, 66. No lo olvides».
Doblas
el papel cuidadosamente y lo guardas en el pequeño bolsillo interior del bolso.
No quieres perderlo.
En
la oficina buscas la dirección en Internet. Joder. Hay que cruzar toda la
ciudad para llegar hasta allí. Pero lo harás. Cada día.
Porque
no has querido ver que «mañana» podría haber sido ayer o anteayer o hace un
año.
Porque
en la ciudad hay una calle del mismo nombre y en la Comunidad hay dos más.
Has empezado
por la que está más lejos.
¿Te
has dado cuenta?
Ahora
tienes algo por lo que vivir.