Mis manos no se movían. No podía sacar la cámara. Veía muchas “buenas fotos” pero no había caso. Mi cerebro no mandaba la orden. Solo dominaba a mis ojos. Cada imagen que entraba por mi retina disparaba una pregunta, una reflexión. ¿Qué hace toda esta gente todo el día? ¿Solo venden? ¿Cómo viven? ¿Cómo es su vida? ¿Para qué utilizan el dinero? ¿Solo “pasan” el tiempo? ¿Solo “buscan la sombra”, como dice Kapuscinski?
Estábamos en una chapa (bus) abarrotada de gente. Mucha más de la que debería entrar según nuestra mirada. Si hay dos asientos, van tres personas. Si hay tres, cuatro. Y si la gente necesita subir, sube. Va parada, apretada, pero sube. Es que sino se sube a esa chapa, posiblemente tenga que esperar horas hasta que pase otra.
“La calma que antecede al huracán”
Íbamos por la ruta 105 desde Nampula a Pemba. Un tramo de menos de 200 km que se cubre en más de 5 horas, con suerte. El motivo de esta demora no es solo el mal estado del camino, sino las veces que la chapa se detiene. Pero sino se detiene, las comunidades no viven. O, mejor dicho, no se despiertan. Porque es como que estuvieran dormidas mientras no pasa nadie por el camino. Los hombres juegan a las damas bajo la sombra de algún árbol, los niños juegan en cualquier lugar, y las mujeres pelan y limpian verduras, se peinan unas a otras o descansan bajo la sombra del techo de la casa (todas las casas tienen un techo que sobresale más allá de las paredes). Todo a un ritmo muy lento, casi inentendible para la vida a la que estamos acostumbrados. Ese ritmo se rompe cuando llega una chapa. El motor se apaga, las ventanillas se abren y todos se levantan del lugar donde estén para acercarse. No importa cómo, no importa qué vendan, hay que correr y llegar primero hasta la ventanilla para mostrar el producto.
La ventanilla se abre y por delante de mis ojos pasan bebidas, mandioca, platos con castañas, pollos, tomates, bananas, mangos, pan, capulanas, huevos duros con papelitos llenos de sal y bolsas de plástico, entre otras cosas. Mientras la oferta crece a medida que pasan los minutos también lo hace el bullicio, que rompe el silencio.
Cada vez que una chapa se detiene, la comunidad se activa y el huracán arrasa con toda la chapa.
Entre esos productos que van y vienen, entre esas manos que se extienden, logro que mis ojos divisen algunas situaciones:
- Un señor se baja con tres pesadas bolsas de arroz. Cada una debía pesar más de 30 kilos. Apenas las bolsas quedaron en el suelo, aparecieron cinco nenes de no más de 10 años al lado de las mismas. Se peleaban por subir las bolsas a sus cabezas. El objetivo: obtener unas monedas.
- Un joven de unos 15 años estaba parado frente a la puerta de la chapa. Tenía botellas de plástico con agua en el interior de una “heladerita” y varios vasos. Los demás se acercaban y le daban una moneda. Él les daba un vaso con un poco de agua, que después le devolvían. Vendía “tragos de agua”.
Mientras seguía mirando y las preguntas y reflexiones no paraban de aparecer en mi mente, me detuve en una. No era una pregunta, era algo así como una reflexión: cómo las oportunidades que tenemos están marcadas, en gran parte, por el lugar donde nacemos. Casi seguido apareció en mi mente un texto de la universidad. Hacía mucho tiempo que no me pasaba algo así. Pero apareció. Se llama “El círculo perverso” y plantea, básicamente, que si una persona nace en una familia o en un lugar muy pobre es muy difícil que pueda salir de esa pobreza en la que nació. No es imposible, pero es difícil porque las oportunidades siempre van a ser pocas, o muchas menos, que en otros contextos. No es lo mismo un niño que desde que nace vende alimentos al costado de la ruta en Mozambique, Vietnam, Camboya o Bolivia (por solo citar algunos ejemplos), el que nace en una villa miseria o favela en algún país latinoamericano, el que nace en una familia de clase media de cualquier gran ciudad del mundo o el que nace en un país más desarrollado y organizado. Ni siquiera hay que ir a los extremos de pobreza y riqueza. Podemos ver las diferencias palpables de oportunidades entre las personas de clase media (casi todas las que leen este y otros blogs) que nacimos de un lado y otro del atlántico. No solo en cosas más estructurales y profundas, sino hasta en cosas más “superfluas” (por llamarlas de alguna manera).
Y, como si esto fuera poco, el mismo día en que estoy terminando estas líneas me llega un mail de un sitio de ciencias sociales al que estoy suscripta con una nota que trata sobre los mejores países para nacer durante el 2013. No soy amante de este tipo de listas o rankings de países porque aunque suelen tener en cuanta muchas variables, siempre quedan de lado otras, pero fue mucha casualidad el momento en que me llegó ese mail. Entonces se activó en mi otra vez el tema de las oportunidades que tenemos por el lugar donde nacemos… seguramente esos niños y esas familias que corren hacia las chapas cada vez que una de ellas se detiene nunca puedan salir de ese circulo en el que viven y nunca puedan conocer otras oportunidades. A lo mejor tienen excelentes capacidades para desarrollarse como artistas o científicos (por mencionar dos inclinaciones), pero nunca lo sabremos. Y gran parte de eso se debe al lugar donde nacieron.
Algunas fotitos de otros momentos en la ruta, que no llegan a mostrar lo que les cuento, pero que pueden ilustrar un poco.
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