[Publicado en “Gastar la vida” – Blog de Cristianisme i Justícia]
La frontera ya no está en la frontera. La imagen de línea física o imaginaria llena de peligros que separa países, mundos y modos de vida, como si del viaje iniciático de Frodo se tratara, se diluye y se mueve a través de rutas migratorias transnacionales y también se instala sedentaria en nuestro día a día, más allá de flujos poblacionales y límites territoriales, como un nuevo lenguaje que vuelve cotidiano el simbolismo y el imaginario de la frontera. Ya no podemos distinguir entre Mordor y Rohan, ni entre Kansas y Oz, ni entre el lago de Averno y el inframundo, ni entre lo humano y lo extrahumano… La globalización ha desdibujado el límite entre el Edén y las puertas de infierno. El Mictlán o “lugar de muertos” de los aztecas ahora se materializa en el Mediterráneo, en la frontera norte de México, en los campos de refugiados de Sudán del sur, en la frontera entre Siria y Turquía, en la República Centroafricana, en cualquier cañizal del Valle del Cauca…
Tal como describe Carlos Velázquez en El karma de vivir al norte, la frontera se mueve, se extiende y se repliega. La precariedad y los peligros que antes asociábamos al estado de tránsito, al viaje y al cruce de fronteras se han instalado en las vidas de miles de personas… Y no hay monte Penglai al que huir donde no exista el invierno ni el dolor.
La frontera serpentea dentro de nuestras ciudades y nos sitúa, caprichosamente, con los dedos asomando al acantilado, fronterizadas/os ante el abismo de la exclusión social al que se asoma quien ha perdido el trabajo y la casa y se ve obligado a hacer cola en un banco de alimentos; de aquella que no puede pagar la calefacción[1] y se arremolina en el sofá bajo cuatro mantas; de aquel que, tras cruzar vallas y encontrar los poros de esas fronteras que los gobiernos pretenden blindar con muros, concertinas y leyes xenófobas, se quedó varado en un CIE o en un centro de primera acogida en el que no podrá estar más de 3 meses; de aquella que no se atreve a traspasar el umbral de su casa tras años de recibir palizas porque hoy otra mujer ha sido asesinadapor su pareja y ninguna ciudad se ha paralizado por ella -y ella podría ser la siguiente-…
Así lo describe Jorge E. Brenna B., profesor e investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana de México (campus Xochimilco), releyendo a Bauman (2004):
“Sin alrededores, los excluidos ya no se encuentran fuera puesto que la exclusión se realiza en el interior, con estrategias diferentes y de formas más discretas que cuando había límites claros que nos separaban de los otros, aquí los de dentro y allí los de fuera; ahora los excluidos pueden estar incluso en el centro de la ciudad (…). Las fronteras se han desplazado al interior constituyéndose en nuestros “alrededores interiores”. Los límites son siempre tenues, frágiles y porosos; con una misma y novedosa facilidad para la desaparición: son borrados en el mismo instante en que se los dibuja, dejando tras de sí nada más que el recuerdo, igualmente volátil, de haber sido trazados”.
Hoy, a nuestro alrededor, demasiada gente vive en ese acantilado, en los confines de la dignidad, en el límite de lo soportable. Quizás no vivamos físicamente en la frontera, pero sí vivimos con ella. Laborder line ya no nos separa de lo otro, de otra cultura, de otras identidades… Hemos pasado, tal como explica la socióloga Saskia Sassen, de las “fronteras nacionales a las fronteras incrustadas”. Ahora la línea fronteriza la traza la intersección entre diferentes factores de discriminación (clase social, género, raza, religión, edad, acceso a la educación y a la salud…) y la encontramos en nuestros barrios, en el supermercado, en el trabajo, en la sala de espera del centro de salud…, y toca plantearse sin demora qué actitud tomamos ante esta propagación de la frontera.
Sobre esto recuerdo una anécdota que me viene a la mente de forma recurrente. Tenía 21 años y viajaba con Clara Romaguera -periodista, amiga/hermana y “socia de la vida” en palabras de Marcela Lagarde- por el occidente de México. Subimos al tren que cubre la ruta entre Chihuahua y el Pacífico (el Chepe) y al pasar cerca de Divisadero, en las Barrancas del Cobre, nos asomamos por la ventana y vimos algunos vagones caídos al fondo del barranco. Le preguntamos al revisor qué había sucedido y nos contestó: “Nomás se cayó, señoritas”.
“Nomás se cayó”, qué se le va a hacer, “There is no alternative” que diría la Thatcher… Aceptamos –según nuestras creencias o la ausencia de las mismas– que así lo quiso Dios, o la providencia, o el destino. Simplemente pasó. Y sin buscar las causas de la injusticia y de la precariedad, asumimos el desaliento, el desánimo, la “desesperanza aprendida” (como las migrantes centroamericanas que en busca del sueño americano asumen que serán violadas durante el camino) y el inmovilismo. Y esa, sin duda, es la peor de todas las fronteras: el miedo. ¿Y cómo dar pues un paso hacia atrás para sentirse a salvo del precipicio?
Decía Nancy Fraser que “la justicia social implica reconocer a toda la ciudadanía como integrantes de un único universo moral, otorgarle un idéntico trato de igualdad y ofrecerle los mismos canales de expresión en la esfera pública”. Ese debe ser nuestro horizonte, nuestra razón para levantarnos cada mañana, nuestra espuela. Ninguna frontera física, psicológica o imaginaria puede hacernos desfallecer en ese empeño porque ante la distopía creciente, solo el trabajo hacia la utopía puede tender puentes que sostengan este mundo.
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[1] La pobreza energética mata a unas 7.000 personas cada año en España, según Naciones Unidas.
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