Revista Opinión
La civilización a la que pertenecemos se pone a prueba cuando a sus puertas se congregan miríadas de personas que buscan precisamente un mundo civilizado. Actuamos en contra de la civilización cuando la rodeamos de muros y cuchillas para sellar todo acceso a ella. El bienestar que disfrutamos en su interior nos hace temer que los que suplican ayuda desde fuera nos arrebaten comodidades y beneficios que gracias a ella hemos alcanzado. Ese miedo, rayano en el egoísmo, nos impide compartir con inmigrantes y refugiados los recursos y posibilidades que nos procuran sobre todo civilidad. La memoria se vuelve amnésica a la hora de negar el trato que recibimos cuando fuimos nosotros los que partimos en busca de socorro y asilo en vecinos afortunados y civilizados. Nos despojamos de la civilización cuando ignoramos que todos somos extranjeros y huéspedes unos de otros. Y retornamos a la selva cuando olvidamos, como sostiene Savater, que “portarse hospitalariamente con quien lo necesita –y por ello se nos asemeja- es ser realmente humano.” Y civilizado.