Tomada por el fotógrafo Jack Bradley, esta fotografía muestra el momento exacto en el que el niño, Harold Whittles, oye sonidos por primera vez en su vida
Post dedicado a Isa, compañera y amiga Im-Peerfecta, que me ha animado tanto que casi me ha obligado a escribirloEn este post, como una Isabel Pantoja cualquiera, vengo a confesar: soy un poco dura de oído... Y no es una apreciación de esas que se hacen cuando se está perfectamente sano y uno es distraido o pasa de lo que le están contando y termina diciendo, como quien no quiere la cosa: “ay, es que estoy como una tapia” No, lo mío es real, certificado por un otorrino y corregido en parte por dos maravillosos audífonos que si no digo que los llevo nadie se da cuenta de su presencia (o eso he querido pensar)
Para mí, el paso de adquirir los audífonos no fue tan traumático como para otras personas que conozco. No considero que sean para viejos ni que supongan una tara (la tara es no oir), de hecho yo me los compre como si fueran unos Manolo Blanik (por el precio os puedo asegurar que podría haberme comprado tres pares de zapatos por el mismo dinero), con la misma ilusión y felicidad. ¡¡¡Por fin iba a escuchar bien!!! Nadie que no haya pasado por la situación lo puede entender. Es horrible, es un aislamiento total y absoluto. Yo llevo así desde niña ya que este problema es hereditario: para hablar con mi abuelo por teléfono necesitas estar en un sitio cerrado, sola y alejado de cualquier cosa que se pueda romper con los decibelios de la voz, porque los gritos que le tienes que dar son dignos de la mejor Penélope Cruz en cualquiera de sus películas. Mi padre se ha negado a llevar audífono y así le va, se entera de la misa la media y luego se enfada porque nadie le cuenta las cosas. Y es que me reconozco en él en mi anterior vida de tapia: la gente te habla y tú no te enteras. Según como te pille ese día, les haces repetir, oye, no vaya a ser que estén diciendo algo importante. Con toda su buena voluntad, te repiten y te miran esperando la aprobación, con el rostro interrogante sobre si sus palabras han llegado a tus oídos. Normalmente no era así, así que había dos opciones, o hacerles repetir de nuevo (si era alguien de confianza todavía, pero con gente extraña ya era un cante) o sonréir como una boba asintiendo con la cabeza: “ajah, ajah, sí, sí, claro” Mil veces he pensado que tal vez mi interlocutor se estaba cagando en mi madre y yo sonriendo y diciendo: “claro, claroooo”. Mi pareja me decía siempre, y me lo sigue diciendo, que era inútil que hiciera eso, que se me notaba mucho que no me había enterado de nada, pero que la gente es muy educada y no me lo decía. Por mí, que lo hubieran dicho, tampoco me hubiera enterado...Luego estaba el tema del trabajo. Soy periodista, lo que lleva implícito estar al loro, escuchar...ESCUCHAR... ESCUCHAR... y yo de eso iba bastante cortita... En las grabaciones, me acercaba tanto al set que en alguna ocasión me he metido en la toma sin querer. Se han cagado en mil veinte millones de realizadores (y yo en ellos, que cualquier día me pongo a largar sobre esa profesión y no paro) y de cámaras (con estos lo arreglaba siempre luego con unas cañitas, son muy majetes la mayoría) ¡Pero es que yo era la responsable de lo que presentadores e invitados decían y no les oía!
El día que ya, finalmente, me decidí a consultar con un médico (llevo haciéndome revisiones desde pequeña, pero nunca les había hecho mucho caso, yo iba tirando y no veía necesaria una solución) fue una tarde que a mí chico le invitó un actor de la serie en la que trabaja al estreno de la obra de teatro que estrenaba. Nos dieron asientos como en la fila 10. Yo no me enteré de nada, y solo me daban ganas de llorar, horrible la sensación de oír reirse a los demás, de ver cómo se emocionaban y yo pillando una palabra de cada diez. Bien es cierto que luego me confirmaron que la acústica era horrible, pero lo mío no era normal. Al finalizar la obra ni siquiera me dió tiempo de hablar con mi novio, de preguntarle qué tal la obra, de decirle que yo no había oído nada, el actor en cuestión se acercó a saludarlo y mi chico nos presentó. El actor, muy educado, me preguntó a mí primero que qué me había parecido la representación. Yo me quería morir, y entonces recorde que la gente se había reído bastante y ni corta ni perezosa solté: “muy divertida, me he reído mucho”. La cara de él era un poema, pero la de mi novio no os la quiero ni describir: la obra era un dramón, dramón con dosis de humor negro... Ese día fue el entierro de mi sordera... a la mañana siguiente estaba visitando al otorrino... Y tras unas cuantas consultas, audiometrías, etc, comprando unos audífonos.
No os podéis ni suponer lo que es salir a la calle por primera vez con esos aparatos puestos. Pasé miedo, pero miedo de verdad. El ruido de los coches me parecía aterrador, me daba la sensación de que se me iban a echar encima. Las conversaciones de mi alrededor me aturdían, me enteraba de todo lo que estaban hablando todas las personas de mi alrededor, era demasiada información para alguien que, la mayoría de las veces, ni siquiera se enteraba de lo que decían los de la mesa que tenía al lado, e incluso los de su propia mesa. Al llegar a casa y encender la tele, me pareció un petardazo de ruido, como que la tenía en el nivel 18 de audio, ahora la escucho en el 9-10... Me costó adaptarme, pero no soy la única. La chica de la clínica me contó que había gente que lo llevaba bastante peor que yo (no tardé demasiado en acostumbrarme a oír) y que incluso un señor fue a descambiar sus aparatos porque tenían un rudio extraño de roce. En la clínica los miraron, los calibraron y vieron que estaban perfectos. El señor insistía en que, cuando iba andando por la calle, oía un roce continuo. Se los volvieron a colocar y el hombre vió que estaban perfectos. Al ponerse el abrigo el roce volvió a sus oídos. Finalmente descubrieron que lo que sonaba era su propia barba rozando con la solapa del abrigo. Puede parecer una tontería, pero a mí me dijeron que iba a haber una cosa super común que me iba a asustar y así fue: el ruido de la cisterna del baño, de repente eran las cataratas del Niagara... En fin, que yo debí poner más o menos mil veces una cara parecida a la del niño de la foto que oye por primera vez. Lo mío no era tan grave, yo oía bastante, tengo una pérdida del 50%, pero no me quiero ni imaginar, viendo como me ha cambiado la vida, lo que debe de suponer para personas con mucha más pérdida...
¿Sabéis lo mejor? Que los audífonos te dan una gran ventaja... Cuando quiero descansar del mundanal ruido o cuando alguien se está soltando un rollo inaguantable, los desconecto y vuelvo a mi cara de palo de: “sí, sí, claroooo”