En poco más de un mes hará dos años que volví de Mallorca, donde estuve viviendo otros dos. La vida en la isla, como en cualquier otro lugar, fue una experiencia de blancos, negros y grises pero, sobre todo, se convirtió en una de las mayores oportunidades de experimentar lo que realmente significa dejarse llevar por un sentimiento.
Refugiado durante largos veranos con sus respectivos inviernos, descubrí el carácter mallorquín (el de ciudad y, en especial, el que se respira al salir de Palma en cualquier dirección) y me acostumbré a un ritmo de vida que nada tiene que ver con lo que conocía: donde los días se enlentecen, las comidas se disfrutan de otra forma y se convierte en un lugar donde sentirse privilegiado de vivir.
También coexistí entre sentimientos encontrados a menudo (evidentemente), y tuve que aclimatarme a ellos: días en los que todo lo que uno podía sentir era claustrofobia, y otros donde no podías imaginarte otra latitud desde donde contemplar el cielo nocturno y percibir ese control casi mágico sobre el tiempo.
Por lo bueno y lo malo, escribí sobre Mallorca. Y antes que después me arrepentí de haberlo hecho tan poco. Escribí, no obstante, y lo hice en un lugar donde más allá de Sóller, Valldemossa o Pollença, todo era un soplo de aire fresco destinado a inspirar a quien se permitiese el gusto: desde las marjades a La Calobra, de las playas de piedra a las aguas turquesas de Es Trenc -que algunos se empeñan en prostituir para beneficio de nadie-; preguntándome, a menudo, cómo la isla ofrecía una conexión tan profunda con sus habitantes sin pedir nada a cambio.
Hoy, algo nostálgico, recupero algunos de aquellos textos que me ayudaron a entender Mallorca de formas muy distintas entre sí. A conectar con la gente y, aunque foraster, a sentirme parte de algo más grande con el paso de los días y los meses.
Primeras impresiones (I y II)
Así, algunas de las primeras entradas de este mismo blog las desgasté entre aquellos aspectos que más me habían sorprendido a nuestra llegada. Por un lado, la forma en la que transcurrían los días, fruto de un carácter distinto que lo impregna todo a su paso; por el otro, la vida de pueblo, más allá de Palma, la otra Mallorca que vale la pena descubrir.
En estos lugares, todo transcurre muy despacio y muy deprisa a la vez. El tiempo se vuelve algo relativo y te recuerda las interminables clases de matemáticas y los cortos períodos de descanso en el patio, tirando piedras a los amigos, levantando faldas a las niñas y devorando bocadillos de jamón, y también de Nocilla.
[...]
Aquí uno puede encontrar esa soledad buscada por el Sturm und Drang, esa soledad típica del enamorado, del joven Werther henchido de penas. Cuanta menos gente encuentras, más sencillo es recordar aquel aforismo de Schopenhauer que decía: Nadie puede salir de su individualidad.
[...]
¿Qué resulta entonces más real? ¿La soledad dentro de la masificación urbana o la imposibilidad de la misma allí donde todos llegan a conocerte? Al final, todo se resume en el qué dirán frente al acto de que nadie diga nada. Pese a sus modos, ambos hieren de forma agravante.
Salem
Salem se enamoró rápidamente de Dana, y dormía apretado contra el pecho de la pastor alemán. Dana no le daba bola. Porque Dana es una estrecha: ya saben cómo va eso de los amores imposibles.
Mientras nos asentábamos y vivíamos, Salem perdió su suerte. Y por mucho que nos empeñamos en aferrarnos a él, ese gato nos demostró lo relativo que es el tiempo cuando se vive bien.
Cuando ocurrió, también sentí que debía escribir algo sobre él. No tuvo el alcance que tuvo Caos (lo sé), pero a mí -el interlocutor último que debería buscar cualquiera a quien le apasione juntar letras en un papel- me sirvió para forzar la despedida.
Las últimas horas Salem las pasó en el gallinero. Allí donde algún otro granuja había hecho una escabechina. Hasta que lo encontré de nuevo. Me miró con ojos recelosos, supongo que se preguntaba qué hacía allí: él poca ayuda necesitaba entonces. Aun así, terco, como siempre, lo subí al coche con la ayuda de quien siempre tengo a mi lado, y nos encaminamos a su último paseo.
Muchas risas
En más de setecientos días también hubo espacio para muchas risas. E intenté sacarle punta un par de veces; en especial con una serie de consejos rápidos: así que ya sabes, si algún día te da por acercarte a la isla, el #2, el #13 y el #14 te serán de especial utilidad, palabra.
Y algún disgusto que subsané escribiendo
Como el día que enterramos a diez gallinas; un episodio que, por suerte, no se repitió; o el viaje de ida, en barco, con el coche, los bártulos y familia numerosa.
Entonces apareció un cadáver en el descampado cercano. Entre maullidos y ladridos no hubo forma de resolver aquel entuerto. Todo apuntaba a que el pollo, que ya había empezado a hacerse el gallito por el vecindario, había encontrado a alguien con quien esa clase de bravuconadas no funcionaron. Desfalleció sin posibilidad alguna de recuperación.
Hubo disputas vecinales, todo sea dicho
Como el grave conflicto con las bolsas de basura y las peleas puerta con puerta que me ayudaron a descubrir cómo funcionaba la ciudad y cómo lo hacía un pueblo; y sobre todo a valorarlo del modo en que realmente se merece.
Y un principio, y un final
Y al final, la lección estaba ahí, esperándome: mientras me preocupaba por no haber escrito, reparé en que había estado viviendo. Como en casi todo, la dicotomía quedó allí; digamos que aprendí lo que tenía que aprender, y no le he dado más vueltas.
Como decía alguien a quien admiro y recuerdo siempre: Quizá no fueron las lecciones que otros hubiesen escogido estudiar, pero a mí me han servido. Así pues, de Mallorca me traje a la península mi escritura y una extraña filosofía de vida. La isla me demostró en reiteradas ocasiones que, ni tan siquiera allí, las cosas duran para siempre, y me negué a anotarlo en ningún sitio, porque lo integré en mi vida.
Resultó no ser Mallorca, ni Barcelona, sino yo. Y sabiendo eso, me despedí de ella. (O no.)