De Bilbao a Vitoria por la N-240, tras subir entre frondosos pinares las curvas del puerto de Barazar, una desviación a la izquierda nos lleva al cercano Otxandio, último pueblo vizcaíno en la frontera con Álava. En la plaza principal, amplia y abierta (hoy levantada y vallada por obras debidas a recientes hallazgos arqueológicos), una fuente con la estatua de Vulcano, dios del fuego, hace honor a su pasado industrial, centrado en el clavazón de forja de sus numerosas herrerías. A su lado, se yergue el Ayuntamiento, un caserón barroco y blasonado que presume de soportales y balconadas de hierro. Enfrente, el frontón abierto y adosado con escalera y la iglesia parroquial, barroca mole de piedra con destacada torre y pasadizo lateral abovedado, enmarcan la larga y estrecha calle central, donde destacan algunas casas nuevas con porte tradicional.
Saliendo ahora hacia el norte, siempre en Vizcaya y ya en tierras de Abadiño, entramos en el corazón del Parque Natural de Urkiola tras coronar el puerto de su nombre. Es un mosaico de verdes de bosque (hayas, encinas y coníferas industriales), matorral y pastos, rodeado de crestas calizas que asoman en la distancia, donde la fuerza de la Naturaleza tiene una atracción especial. Ha sido siempre un paso natural entre el mar y la meseta, además de enclave simbólico y espiritual para las gentes que lo habitaron a lo largo de la Historia y lo convirtieron en lugar de asambleas populares, fiestas, mercados y ferias y actos religiosos. Ya la mitología vasca habla de hermosas lamias que enamoraban a los pastores, de grutas encantadas, de misteriosos cruces de caminos o de dioses benéficos o maléficos como la Mari, la Dama de Anboto, figura destacada del viejo santoral pagano.
Luego llegó el Cristianismo y levantó, en esos mismos lugares sagrados, sus ermitas y templos. Por eso, el actual Santuario de los Santos Antonios (advocación doble: al protector de los animales y a su homónimo de los enamorados), levantado aquí mismo al lado de la carretera, a la entrada del bosque, mantiene esa llamada de peregrinación religiosa y festiva. Sus amplias escalinatas dan acceso a una maciza construcción neomedieval en piedra gris, de dos torres laterales separadas y un extraño monumento ajardinado, aislado y central, que rompe la visión exterior; dentro, destacan los mosaicos murales y la bancada oscura que se oculta bajo el amplio coro.
Los supuestos poderes casaderos de la gran piedra redondeada y rara, con aspecto de meteorito, que adorna el patio de entrada son la atracción de los jóvenes en busca de pareja, que deben rodearla adecuadamente para conseguir su objetivo… si no quieren que el tiro les salga por la culata. Dispone el lugar de zonas de picnic, servicios hosteleros, un Centro de Interpretación del Parque y un vía crucis marcado dentro de la arboleda que conforma una de las muchas rutas del bosque. La gente se acerca a comer al aire libre, disfrutar del paisaje o practicar alguno de los varios deportes que el monte permite: senderismo, carrera, bici, escalada, espeleología.
La bajada es vertiginosa y de curvas cerradísimas, penetrando entre la Sierra de Eskubaratx y los montes del Duranguesado, farallón gris imponente a nuestra vista, de abruptas y espectaculares paredes calizas recortadas por crestas, barrancos y desfiladeros, entre los que destaca el Anboto, que guarda la cueva de la citada diosa en sus más de mil trescientos metros de altitud. Y llegamos a Durango, la villa capital de la antigua Merindad, que se ubica pegada al sur de la autovía cantábrica. El río Mañaria, que viene de abajo, cruza la ciudad bajo puentes y rincones de sabor veneciano, para desembocar aquí en el Ibaizábal, que la abraza por el norte en su camino hacia el Nervión.
El mayor atractivo del centro es, sin duda, la Basílica de Santa María de Uribarri, renacentista y barroca, o, mejor dicho, su magnífico y amplio pórtico de madera, original punto de referencia y abrigo donde se celebraban los antiguos Concejos, que se abre a las calles más comerciales. El edificio del Ayuntamiento, con su plaza pequeña y concurrida, ostenta en su fachada principal unas originales y llamativas pinturas rococó.
Algo más adelante, la Torre Lariz, medieval y muy reformada, sirve ahora de Oficina de Turismo. Tras ella, la Iglesia de Santa Ana y su Arco barroco, la única puerta que queda de la antigua muralla que cercaba la vieja villa. Volviendo sobre nuestros pasos, pero ahora por el otro lado del río, visitamos una exposición-instalación en el Museo de Arte e Historia, un bonito palacio barroco donde hay una sala permanente dedicada a la historia del pueblo, con amplia información, fotografías y una didáctica maqueta a escala del Durango medieval. La despedida no puede ser más religiosa: primero nos acercamos caminando hasta la cruz de Kurutziaga, un monumento del gótico más negro, y luego, ya saliendo en coche, al pagano ídolo de Mikeldi, una zoomorfa escultura precristiana.
Y para rematar la visita nos acercamos a Elorrio, precioso pueblo vecino en lo alto del valle y a los pies del monte Udalaitz, que brilla en sus blasonadas casonas, su iglesia híbrida de estilos en plena plaza mayor, sus fuentes y cruceros y, sobre todo, su conjunto funerario medieval, a las afueras, donde las tumbas de piedra grisácea y las labradas estelas ancestrales allí depositadas bajo las sombras del robledal y de la vieja ermita tiñen el lugar de una atmósfera de otro mundo. A muy pocos quilómetros al sur, por cierto, coincide el punto de encuentro donde limitan a la vez los territorios de las tres provincias vascas, tierra de nadie y fraternal tierra de todos.