“Chernóbil para ellos no era una metáfora ni un símbolo, era su casa”. Hoy, día en el que se cumplen 30 años de uno de los peores accidentes nucleares de la historia, recuperamos las Voces de Chernóbil (Debate), una obra coral firmada por la Premio Nobel de Literatura 2015, Svetlana Alexiévich, que tardó veinte años en recoger y plasmar algunos testimonios de los supervivientes de la catástrofe.
Las Voces de Chernóbil se unen bajo la pluma de Alexiévich en un conmovedor relato, capaz de helar incluso bajo el sol de agosto. Con ellos, con las escalofriantes preguntas que nos lanzan en sus testimonios, queremos recordar esta ominosa efeméride, que redujo de un plumazo a personas, a seres queridos, en focos radioactivos y contaminantes a los que no se podían acercar.
1.- “¿Cómo es posible? ¿Cómo se puede matar con el amor?”
Liudmila Ignatenko estaba embarazada. Su marido era bombero aquel fatídico 26 de abril de 1986. Tardó varias semanas en morir. Y ella lo acompañó en cada traslado de hospital en hospital. Estaba enamoradísima. Lo repite constantemente mientras habla. Ocultó su embarazo para poder visitarlo, ignoró las advertencias del personal sanitario y no pudo evitar tocarlo, besarlo, abrazarlo… Su hija nació enferma y falleció a los pocos días. Ignatenko lo contaba así en Voces de Chernóbil:
Yo la maté. Fue mi culpa. Ella, en cambio… Ella me ha salvado. Mi niña me salvó. Recibió todo el impacto radiactivo, se convirtió, como si dijéramos, en el receptor de todo el impacto. Tan pequeñita. Una bolita. [Pierde el aliento]. Ella me salvó. Pero yo los quería a ambos. ¿Cómo es posible? ¿Cómo se puede matar con el amor?
Esta gente se está muriendo, pero nadie les ha preguntado de verdad sobre lo sucedido. Sobre lo que hemos padecido. Lo que hemos visto. La gente no quiere oír hablar de la muerte. De los horrores. Pero yo le he hablado del amor… De cómo he amado.
2.- “¿Qué me pueden quitar? ¿El alma?”
La gran mayoría de los habitantes de la zona fueron evacuados. Pero Zinaída Yevdokímovna Kovalenka, al igual que muchos otros, no quiso abandonar la zona prohibida, no quiso abandonar su casa. En medio de aquella soledad, a veces le preguntaban si no temía a los bandidos:
¿Y qué van sacar de mí? —les digo—. ¿Qué me pueden quitar? ¿El alma? El alma es lo único que me queda. (…)
Dime, hija mía, ¿has comprendido mi tristeza? Se la llevarás a la gente, pero puede que yo ya no esté. Me encontrarán en la tierra. Bajo las raíces.
3.- “A mí no me da miedo morirme. Nadie vive dos veces. ¿No caen las hojas? ¿O los árboles?”
En la Aldea Béli Béreg, del distrito Narovlianski, de la región de Gómel, un grupo de personas hablan con Svetlana Alexiévich. Incluso le cuentan chistes: “Mire, una ucraniana vende en el mercado unas manzanas rojas, grandes. Y grita: «¡Compren mis manzanas! ¡Manzanitas de Chernóbil!». Y alguien le recomienda: «Mujer, no digas que son de Chernóbil. Que nadie te las comprará». «¡Pero qué dices! ¡Las compran y cómo! ¡Unos, para la suegra; otros, para su jefe!”.
Ironizan, se ríen, pero también reflexionan sobre la vida:
Pues a mí no me da miedo morirme. Nadie vive dos veces. ¿No caen las hojas? ¿O los árboles? (…)
Mi nieto me trajo un perrito. Lo llamaron Radio, porque vivíamos bajo la radiación. ¿Dónde se habrá metido Radio, si lo tengo siempre a mi lado? Tengo miedo de que salga del pueblo y que se lo coman los lobos. Y que me quede sola. (…)
Nos tienen miedo. Somos contagiosos, dicen. ¿Por qué Dios nos ha castigado? ¿Por qué se ha enojado con nosotros?
4.- “¿Y qué más le puedo añadir? Hay que vivir. Y no hay más”
Anna Petrovna Badáyeva, otra residente en la zona contaminada, reflexiona así en Voces de Chernóbil:
Nuestras mujeres, cariño, están todas vacías; cuente usted que a una de cada tres le han cortado lo que tiene de mujer. Tanto si es joven como si es vieja. No todas han llegado a parir. En cuanto lo pienso… Y todo ha pasado en un suspiro. ¿Y qué más le puedo añadir? Hay que vivir. Y no hay más.
5.- ¿Por qué no se escribe nada sobre Chernóbil?
Yevgueni Alexándrovich Brovkin, profesor de la Universidad Estatal de Gómel, preguntaba:
¿Por qué no se escribe nada sobre Chernóbil? ¿Por qué nuestros escritores tratan tan poco el tema de Chernóbil?; siguen escribiendo sobre la guerra, sobre los campos de trabajo, pero de esto nada. Habrá uno o dos libros y se acabó. ¿Cree usted que es una casualidad? El acontecimiento aún se encuentra al margen de la cultura. Es un trauma de la cultura. Y nuestra única respuesta es el silencio. Cerramos los ojos como niños pequeños y creemos habernos escondido y que el horror no nos encontrará. (…)
Así pues, ¿qué es mejor? ¿Recordar u olvidar?
6.- ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho?
Svetlana Alexievich también recopiló testimonios de algunos soldados que intervinieron en la catástrofe. La impotencia los define:
Lo recordaba todo. Creía que se lo iba a contar todo a mi hijo. Pero cuando regresé:
—Papá, ¿qué ha pasado allí?
—Una guerra.
No supe encontrar las palabras.
Cómo transmitir a sus hijos aquella experiencia es uno de los peores tragos para ellos. Otro soldado que se dedicó a eliminar los “despojos andantes” (así se denominaban a los animales que quedaban vivos en las casas deshabitadas) no sabía cómo explicarle a su hijo que mataba a perros, gatos, vacas… Y que aún recuerda la mirada del pero al que tuvo que enterrar vivo porque ya no le quedaban cartuchos (ni a él ni a sus otros 19 compañeros) para darle una muerte digna.
¿Dónde he estado? ¿Qué he hecho? El crío piensa hasta hoy que papá se fue a defender su país. ¡Que fue a luchar! Por la tele pasaron imágenes de carros y soldados. Muchos soldados. Y mi hijo me pregunta: «Papá, ¿has estado ahí de soldado?». (…)
Los que más pena daban eran los viejos. Se acercaban al coche y te decían: «Échale una mirada a mi casa, joven». Te ponían las llaves en las manos: «Llévate el traje, la gorra». Les daban una miseria. «¿Cómo está mi perro?». Al perro lo habían matado de un tiro; la casa ya la habían desvalijado. La verdad es que nunca volverían a sus casas. ¿Cómo se lo ibas a decir? Yo no acepté ninguna llave. No quería engañarlos.
7.- ¿Tengo yo la culpa de querer ser feliz?
Katia P. es una joven de Chernóbil que habla sobre el estigma que los marcaría para siempre tras la tragedia. Recuerda que su madre, profesora de lengua y literatura rusa, la había enseñado a vivir como mandan los libros:
Y de pronto resulta que no hay libros para esto. Mi madre se sintió perdida. Ella no sabe vivir sin los libros. Sin Chéjov, sin Tolstói. ¿Recordar? Quiero y no quiero recordar. [Parece que o bien atiende a su voz interior, o bien discute consigo misma.] Si los científicos no saben nada, si los escritores no saben nada, entonces les ayudaremos con nuestra vida y nuestra muerte. Así lo cree mi madre. Yo quisiera no pensar en esto, yo quiero ser feliz. ¿Por qué no puedo ser feliz?
Se hace esta pregunta porque lo ha intentado. Ha intentado seguir con su vida. Conocer a alguien, formar una familia. Pero la tragedia le persigue: es una joven de Chernóbil. A punto de casarse, su futura suegra le preguntó: «Cariño, ¿pero tú puedes tener hijos?». Muchas mujeres como ella no sólo tuvieron que afrontar problemas de fertilidad, sino el miedo a concebir niños con malformaciones. Katia lo resume así:
A mí no se me salen de la cabeza las palabras de su madre: «Cariño, para algunos parir es pecado». Amar es pecado.
¿Y usted sabría decirme por qué recae sobre nosotras este pecado? El pecado de parir un hijo. Si yo no tengo culpa alguna. ¿Tengo yo la culpa de querer ser feliz?