Volodia Pávlov abre los ojos con los primeros rayos de Sol del día, con fuertes estertores, espasmos y agitación. Se levanta entre montones de escombros de ladrillo rojo, polvo y muebles rotos, en el tercer piso del edificio al final de la calle Prahzkaya, Volgogrado. Tumbados uno junto al otro, los cadáveres de sus compañeros reposan más atrás.
En esta mañana, como en todas las anteriores desde que despertó, dáis después de recibir un fuerte impacto en la cabeza, se levanta nerviosamente escuchando los estallidos de fusiles y cañones contra las ventanas de su edificio. Rápidamente coge su fusil, se coloca bajo los postigos de la ventana y observa paciente. Se preocupa por respirar lentamente, pues el vaho le delata.
A juzgar por el grado de cicatrización de sus heridas debe hacer ya una semana que ha sido dado por muerto. Volodia se encuentra, efectivamente, sólo y sin enemigos. Su memoria yace entre cientos de construcciones demudadas, sin rastro de vida alrededor. Y sin embargo, a pesar del profundo desconsuelo que le causa apostarse jornadas enteras sin ninguna meta clara, V. Pávlov vuelve a agitarse cada mañana. Sus oídos captan los gritos de auxilio de sus compañeros, las granadas ensordecen, los disparos llevan el ritmo cardíaco a niveles exasperantes y la sangre vertida sobre los fusiles, las banderas y las manos de los soldados lleva inscrita tiempos pasados.
El héroe ni siquiera recuerda el rostro de su mujer e hijos. Más allá de las estepas, colinas y vahos aguarda su granja. Recuerda, Vládimir —se decía a menudo— tu camino no termina en Berlín. Luego tosía, escupiendo sangre. Tu objetivo es el fuego del hogar. A menudo soñaba crudamente con el momento en que los alemanes llegaran a su hogar y capturaran a su familia y su rebaño. Había despojos y fuego en la mente de V. Pávlov mientras vaciaba otro cargador sobre el asfalto nevado y desierto.
Allá en el tercer piso no había mucha comida. Era preciso bajar a buscar o salir de allí, pero las fuertes alucinaciones le impedían abandonar su correspondiente ventanal. A cada momento de silencio le procedía un fuerte tiroteo. El sudor frío del héroe es la reacción a los más profundos y vomitivos impulsos de un soldado que pasara demasiadas horas con las arterias en tensión y la mirilla en la retina. Ahora Volodia se debate frente a sí mismo. Ahora los monstruos residen en su mente, y mientras las heladas manos de Pávlov luchan por poner en pie esa piltrafa de cuerpo, un escalofrío recorre sus vertebras, le vuelve a humillar de rodillas, le recuerda que su familia está muerta, que ya no hay alimentos, que tampoco hay enemigo… pero que en su cabeza la guerra jamás terminará.
Pablo Alías