Revista Viajes

Volver a Budapest

Por Nicopasi
Volver a Budapest
Alguna vez Joaquín Sabina dijo en una de sus canciones que no se debería volver al lugar en el que se fue feliz y, si bien me pareció una frase profunda desde lo poético, desde un primer momento me resistí a ponerla en práctica. Por el contrario, desde siempre preferí volver a los sitios en lo que sentí algo parecido a lo que se entiende por felicidad e intenté creer que como sucede con los libros, cuando son buenos o dejan huellas hay que leerlos varias veces en diferentes momentos de la vida.
 Así es como teniendo en cuenta ese pensamiento, luego de doce años de haber estado en Budapest, decidí que era un buen momento para incorporarla en mi tour europeo de este año. Durante todo ese tiempo me hice la pregunta de cómo habría evolucionado la ciudad y por eso miré una y mil veces las fotos de aquellos que, llevados por mi consejo, la fueron visitando y me devolvieron en imágenes la realidad que a veces mi mente distorsionaba por ese curioso proceso de idealización que sucede con los lugares en los que, como bien decía Sabina, uno se había sentido feliz.
Por eso la vuelta estuvo cargada de una gran alegría por volver pero, por otro lado, no pude evitar sentir los efectos de la duda ante aquello incierto con lo que me encontraría. ¿Sería la misma ciudad que ví a inicios del nuevo milenio? ¿ habría cambiado sustancialmente su fisonomía de joya imperial? ¿su gente conservaría esa candidez e ingenuidad que les otorgaba el no haber estado contaminados durante años por el “oleaje” de turistas que llegan a Europa con las ansias de conocer un continente en quince días ? y en definitiva ¿habria curado el nuevo sistema las heridas que les dejaron los negros años que vivieron bajo la órbita del comunismo?
Todas esas preguntas se agolparon en mi cabeza en el mismo momento en que el taxi abandonó la carretera que comunicaba el aeropuerto con la ciudad y empezó a atravesar calles cada vez más iluminadas y los neones comenzaron a aparecer como luciérnagas en el medio de la nada. El frío seco de enero, ese que se mete entre los huesos, me hizo dar cuenta de que había llegado a la ciudad. Durante todo el viaje el taxista nunca emitió sonido y la radio anunció en un húngaro incomprensible para mi oído una seguidilla de canciones de los ochenta (intuí que era eso lo que dijo el locutor por que a sus palabras siguió una triada de clásicos del pop que me hizo sentir que al menos algo  me unía a aquella cultura)
La nieve empezó a caer como garúa porteña, fina, molesta. En pocos minutos la calle se volvió blanca y el vidrio retrovisor también. En el mismo momento en que el taxista puso en funcionamiento el limpiaparabrisas, desde la ventanilla llena de vapor divisé el primer puente del Danubio y me imaginé que el próximo sería el de las Cadenas. No fue así. Para el famoso puente de los leones faltaban aún dos más pero la vista iluminada de esa mole de hierro reflejada en el río me hizo no pensar en lo que faltaba sino en la imagen que se me presentaba ante los ojos.
Volver a Budapest
Minutos después el taxi frenó en el semáforo que daba paso a los autos que esperaban para cruzar el puente y los doce años de ausencia se desintegraron dando paso a esta increíble postal: el puente iluminado, los leones custodios y el Palacio Nacional como símbolo de la cercanía al Buda.
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Desde el taxi esta fue la vista que tuve cuando a paso lento comenzamos a cruzarlo en dirección a la colina del Buda, en la que se encontraba mi hotel.
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Al llegar dejé la valija en la habitación y la ansiedad me ganó. Saqué toda la ropa de abrigo que no tuve necesidad de usar en Lisboa y con el mapa en la mano dejé el hotel para perderme en el enjambre de calles mojadas en dirección al punto más alto de la colina. Por suerte llegué a tomar el último ascensor de la tarde y en pocos minutos estuve parado frente a las puertas del Palacio Nacional.
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Un pequeño grupo de turistas se fotografiaban frente a la estatua ecuestre de los jardines como si el frío, la llovizna y la nieve no existieran. El cielo estaba completamente cerrado y de un gris que parecía salido de uno de los tantos óleos que descansan en las paredes de la Galería Nacional ubicada en el interior del palacio.
Me alegré de no haberle hecho caso al consejo de Sabina. Definitivamente sí vale la pena volver al lugar donde alguna vez uno creyó haber sido feliz. La nieve y los monumentos seguían igual y el Danubio y la cúpula del Parlamento parecían haberse quedado como en aquel abril de 2001. Fue un buen comienzo pensé. Al menos algo se mantenía intacto de aquella Budapest que, por más de una década, mantuve en mis recuerdos esperando el regreso.

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