"¡Mirad como nieva!" El comentario de Ana en medio de la cena familiar iluminó las caras de sus tres hijos. "¿Después de cenar podemos bajar a jugar con la nieve?" preguntó Mateo, el mediano. "No, claro que no" - respondió Ana- "es de noche y hace mucho frío, después de cenar pijama, libro y a la cama". "Anda mamá por favor queremos jugar con la nieve y contigo..." En el mismo instante en que Carlos entraba por la puerta de casa se encontró a sus tres hijos y a su mujer con los abrigos puestos, los guantes y las bufandas listos para salir "¿Qué hacéis a éstas horas?" "Nos bajamos a jugar con al nieve", le respondieron risueños...Así que no le quedó más remedio que unirse a ellos. La nevada era copiosa y ya había cuajado, durante media hora hicieron una estupenda guerra de bolas de nieve. Cuándo subieron a casa todos estaban felices, especialmente Ana y Carlos. Y es que aceptar las invitaciones que nos hacen los hijos para jugar con ellos suele producir ese resultado.
Por desgracia demasiado a menudo vemos problemas donde no los hay. Hace frío, no tengo tiempo, hay que limpiar la casa, estoy muy cansada, jugad vosotros solos...Los adultos hemos olvidado que uno de los mayores placeres en la vida es jugar. Incluso cuando aceptamos jugar con ellos un rato solemos pensar que es algo que hacemos por los niños, un deber más, casi una obligación: "hay que jugar con los hijos". Y sin embargo la invitación al juego es algo digno de celebrar. ¿Recordáis la emoción que nos producía cuando siendo niños otro niño o niña nos preguntaba "¿quieres jugar conmigo?" O la mezcla de timidez y alegría con que a veces nos acercábamos a otro grupo de niños y preguntábamos "¿Puedo jugar con vosotros?".
Ni siquiera reconocemos nuestras propias ganas de jugar. Los adultos estamos acostumbrados a pensar que tenemos que hacer deporte o alguna actividad que nos relaje o incluso a seguir terapias que nos ayuden a recuperar la capacidad de disfrutar o el sentimiento de bienestar. Cuándo los niños nos piden que juguemos con ellos nos vienen muchos pensamientos automáticos: "no tengo tiempo", "si me pongo a saltar a la cuerda haré el ridículo", "mejor seguimos con el horario previsto para que se acuesten a la hora programada..." Ir rompiendo con esos prejuicios y ponernos a jugar de verdad puede ser el inicio de un proceso muy saludable.
Y es que jugar es bueno para nosotros también, si nos lo permitimos. No sólo es bueno además es algo necesario. Maribel Vidaller, psicomotrocista y madre de dos hijos explica "todos necesitamos jugar, expresar en libertad nuestros deseos para que nuestro ser sobreviva y no enloquecer o enfermar..." Los adultos tenemos pocas oportunidades de jugar, y casi siempre estas se reducen a jugar con nuestros hijos. A menudo esta suele ser la manera de volver a jugar después de muchos años casi sin hacerlo. Nos adentramos en el juego con timidez y casi sin concentración, pero poco a poco a través del juego podemos recuperar sensaciones de nuestra niña interior, el niño o niña que fuimos y que siempre llevamos dentro. Empezamos siendo compañeros de juego de nuestros hijos y sus amigos, pero lo ideal sería también poder jugar entre adultos. El juego más que una acción es una actitud, una manera de realizar las cosas de manera libre, y con esa actitud casi cualquier tarea puede ser convertida en juego. Y es que jugar significa ser libre, dejarnos llevar por nuestra creatividad. Cómo dice R. Gordon: "el juego es intrínsecamente esencial para la creatividad... Una persona que no sabe jugar está privada al mismo tiempo de la alegría de hacer y crear, y seguramente está mutilada en su capacidad de sentirse viva ".
Así que cada propuesta de juego que nos hacen los niños merecería ser recibida como una invitación al placer y al disfrute que produce hacer algo sólo para pasarlo bien, guiados por el deseo y no por el deber. Cuándo ya hayamos disfrutado del placer de volver a subir a los árboles o correr en medio del campo haciendo el indio, cuándo hayamos vuelto a descubrir las imágenes que encierran las nubes, el cansancio que produce morir de la risa por las cosquillas en los pies, la excitación de esconderse en un armario o de disfrazarse, y jugar a las tinieblas... Entonces podremos empezar a jugar cocinando, recogiendo la casa a lo Mary Poppins o bailando danza africana con un bebé en brazos. Las posibilidades son siempre ilimitadas y absolutamente gratuitas. La única consigna es reconocer el deseo y las ganas de divertirse.
Fuente: Revista UNICA. 2006