A veces escribo con egoísmo, como cuando uno va a ver el mar. Te sientas en la orilla y dejas que la mirada se pierda; no piensas, no buscas, no cuestionas. Solo existe una contemplación silenciosa de los azules y de la calidez de la brisa. No hay nada más allá que ese momento, nada más que ese preciso instante en que entiendes porqué te mueves de casa y terminas ahí, frente al mar, un martes cualquiera.
Desde el muelle del Gran Roque
El Gran Roque y el muelle
Dormir con sencillez en Crasquí
Nada me calma más que el azul de Los Roques y el universo lo sabe bien. Por eso conspira, me hace volver y es ahí cuando yo me vuelvo quietud, cuando escribo lo que me provoca y cuando alejo tanto la mente de la ciudad que no hay espacio para más nada. Los Roques es otra dimensión, es un pedacito de sueños guardados; la invitación a caminar sus orillas sin ninguna prisa.
En Francisquí
Caminando por la orilla de Crasquí
Y con alegría absoluta en Madrisquí
La sencillez de las casas, el color que le brota de todos lados, el viento siempre constante. No hay ruidos, solo el mar; solo la gente que camina con los pies llenos de arena. Uno va por ahí abstraído, dejando las preocupaciones en pausa, porque es absurdo no dejarse seducir por un paisaje que parece recién pintado. No sé describirlo de otra manera. No quiero entenderlo de otra manera.
Las calles del pueblo, al atardecer
Y con la noche más cerca
Me gustan las lanchas, todas