Hace tiempo, escribí "La España ingobernable", un artículo que reflexionaba sobre el probable fracaso del multipartidismo. Hoy, cuatro años después, la hipótesis se mantiene en pie. Y se mantiene, queridísimos lectores, porque sin la abstención de Ciudadanos y sin el sillón que pide Podemos, es posible que volvamos a votar a mediados de noviembre. A pesar de que fuimos un país ejemplar en los tiempos postfranquistas. A pesar de que consensuamos la Constitución y los Pactos de la Moncloa, lo cierto y verdad es que las circunstancias del suarismo eran distintas a la Hispania del ahora. La mochila de cuarenta años de Nodo, de tricornios y sotanas todavía mandaba mucha romana en el sufrimiento colectivo. Un sufrimiento que pedía a gritos la lucha por el interés general, el Estado Democrático y la paz social. Una pelea que evitaba, a toda costa, el interés parcial, la dictadura y la crispación social.
Hoy, España se parece más a la Franja de Gaza que a los países escandinavos. Y se parece más, salvando las distancias, por la dificultad para llegar acuerdos, por las líneas rojas de los rivales y, por si fuera poco, por la frustración y nihilismo que sufren sus ciudadanos. Más allá del interés partidista, de las heridas de la Guerra Civil y del surco que ha supuesto tres décadas de turnismo y bipartidismo; las causas de esta parálisis se hallan en las propias reglas de juego. Son las reglas, maldita sea, las que impiden que el mejor jugador gane la partida. A diferencia de los ayuntamientos y diputaciones, en el Congreso mandan los síes por encima de los noes. La aritmética electoral se convierte en un juego de suma cero. Un juego, como les digo, donde la victoria electoral, siempre y cuando no sea absoluta, no es condición necesaria ni suficiente para gobernar. Así las cosas, el multipartidismo, tal y como está diseñado el tablero, se convierte en un obstáculo para la estabilidad y la gobernabilidad. Un obstáculo que no se salva con nuevas elecciones sino con un cambio legal.
Aunque volvamos a votar - escaño arriba, escaño abajo - el resultado estructural no cambiará. Y no cambiará, y disculpen por mi pesimismo, porque en este país cada partido lucha por su cuota de mercado. Y lucha, maldita sea, protegiendo su producto por encima de posibles alianzas y fórmulas de cooperación. Ante esta partidocracia, marcada por la cultura de la competitividad y la desconfianza, es muy complicado vehicular aritméticas basadas en el consenso y la durabilidad. Estamos, como diría Hobbes si viviera, ante una jungla de miedos y temores. Una jungla donde, tarde o temprano, la democracia enfermará. Y enfermará por el hartazgo social que supone, una y otra vez, volver a votar a cambio de nada. Este desgaste democrático alimenta el fantasma del nuevo populismo. Un nuevo populismo que probablemente pondrá voz al nihilismo social. Un nihilismo que se manifiesta en frases como: "no se entienden", "lo importante, los sillones" y "votar, ¿para qué?".