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Este post va dedicado a mi amigo Mauricio Kruchik que ha escrito un excelente artículo:
El Síndrome PreMenstrual en la REFLEXOLOGIA Y DOLOR.
O cómo ayudar en el empoderamiento femenino.
Soy mujer, tengo 42 años, madre de 3 hijos, hija de una mujer muy inteligente y muy poco valorada, que se crió en una familia de mujeres patriarcales.
En mi familia a todas las mujeres les dolía la regla.
Era como el color de piel o de ojos, parecía algo genético.
No es solo que SER mujer en mi entorno familiar no fuera algo valioso, es que no oí en mi infancia casi ningún mensaje positivo sobre el hecho de ser mujer, sobre nuestro potencial femenino o sobre nuestro cuerpo.
Crecí sabiendo que mi madre me tuvo inesperadamente, que mi hermana fue la única buscada (para que yo no fuera tan consentida), y que mis hermanos vinieron no se sabe cómo porque no eran buscados. Así que ser madre tampoco parecía ser algo en lo que en mi casa se “acertara”.
Crecí viendo a mi madre sufrir por su cuerpo.
Crecí oyendo a mi padre insultarla prácticamente a diario.
Ya lo he escrito muchas veces, fui una adolescente muy acomplejada por mi cuerpo. Menos mal que era lista… sino…
Sufrí dolores desde antes de menstruar.
Mi primera regla no fue nada dolorosa. Creo que porque al ser la última de mi clase en tenerla, la esperaba con ganas. Como quien espera la invitación a un club VIP.
Pero no sé cómo ( o sí), un día empezaron a doler, mucho, muchísimo.
Si estaba en clase me tenía que ir a casa. Mi vecina enfermera me pinchaba Nolotil mes sí, mes también.
Esa fue mi vida y mi “verdad” desde los 14: LA REGLA DUELE.
De hecho me cuesta un mundo no decir aún: “voy a caer mala”. Porque en mi familia tener la regla era caer mala. Y yo, niña obediente y digna sucesora de la herencia familiar caía mala. Literalmente.
Oía a mis tías decir que a veces con la llegada de los hijos mejoraba y esa era como la meta a alcanzar, la esperanza de que algún día eso podía pasar. Mientras tanto era el impuesto revolucionario que había que pagar.
Y yo me independicé y salí de mi casa y era una mujer joven autosuficiente y seguía doliéndome la regla.
Oía también que a algunas tras el coito se les pasaba el dolor. Como si eso “abriera el camino” o qué sé yo.
Me casé y seguía doliéndome la regla.
Era una mujer joven, querida, deseada, valorada y seguía con dolores.
Tuve a mi primer hijo y algo cambió.
No entro a valorar si desde el punto de vista puramente físico ( si es que en el cuerpo algo se puede valorar independientemente del resto) hay explicación.
Lo que sé es que tener a mi hijo me enseñó a reconciliarme con mi cuerpo, con ese que ocultaba y maldecía.
Y cuando volví a menstruar tras más de 2 años sin hacerlo entre embarazo y lactancia, lo hice sin dolor. El dolor sencillamente se fue. Se fue con mi desconocimiento, con mi desconexión de lo femenino, con mi odio hacia mis curvas, con mi deseo de controlarlo todo… se fue, sin más.
Pero eso no es todo.
En el embarazo de mi última hija falleció repentinamente mi madre.
Esos días mi cuerpo reaccionó con el mismo dolor y reacciones de mis reglas dolorosas: contracciones, vómitos, diarrea…
Después, a pesar del miedo perenne de que este embarazo no llegara a fin como con Altair, sufrí un cambio importante en mi cuerpo y en las sensaciones que me llegaban a través de él.
Mi lactancia de mi hijo mayor durante el embarazo, que suele ser molesta para la mayoría, a mi me causaba placer, no sin cierta sensación extraña porque si el sexo es tabú, mezclar placer físico con algo que no sea sexo en pareja es aún más tabú, y si hablamos de lactar a un hijo es el tabú de los tabúes.
El parto de mi hija fue el culmen de romper ese ciclo.
Siempre digo que mi cuerpo imperfecto, ese que tantas veces soñaba cambiar, me dio una lección. Me enseñó que yo lo veía distorsionado por prejuicios familiares, sociales, culturales. Y que si me libraba de eso y lo miraba como lo que era, algo maravilloso, capaz de engendrar vida y mantenerla, sin importar su forma y tamaño, me daría cuenta de que me devolvería placer y fuerza y no dolor y sumisión.
Trabajo con mujeres el empoderamiento. Cuesta mucho cambiar toda una vida de patrones erróneos. Pero trabajo para que nuestras hijas no tengan ni que conocer ese término.
Trabajo la importancia de la imagen porque nos influye. Porque a mi me coartó mi vida la propia percepción que tenía de mi misma, la que veía que los demás tenían de la suya, sobre todo mi madre… y no quiero eso para mi hija.
¿Cómo no me iba a responder con dolor un cuerpo al que maltrataba?
Creo que antes de tomar analgésicos que nos anestesien, tendremos que trabajar en qué somos y en cómo nos vemos. En conocernos y aceptarnos. En querernos de verdad, en gustarnos, en mimarnos, en llenarnos más de oxitocina y menos de ibuprofeno.
Hablo de mí, no soy médico ni terpaeuta, ni psicóloga. Hablo de mi propio proceso y de lo que me cuentan mujeres a las que conozco y que me cuentan cómo se sienten tras hacer este trabajo de autoexamen y conocimiento.
Por lo pronto en mi vocabulario, menstruar es algo normal, no es estar enferma, ni “caer” ( ni mala ni buena), ni algo sucio, ni nada parecido.
Mi hijo sabe qué es y por qué menstrúo y mi hija lo sabrá pronto.
Soy cíclica y me permito tener días de estar hacia dentro, a veces coincide con mi ciclo, a veces no. Pero no me etiqueto. No intento encontrar un por qué un día estoy más sensible o más iracunda o con más o menos fuerza.
He aprendido a confiar en mi cuerpo. Porque él, tan generoso, me regala momentos únicos, de éxtasis. Así que si me pide un descanso… se lo doy. Seguro que sabe recompensármelo.
Este post se lo dedico a mi madre, que lo tuvo muy difícil. Le tocaron muy malas cartas en su partida… y aún así jugó hasta el final.
“Mamá eras preciosa. Ojalá pudieras ver cuánto de ti hay en la mujer que soy hoy”