Decía Raoul Duke frente al desierto del Mojave: Toda la energía fluye según los designios del Gran Imán. ¡Qué tonto fui al desafiarlo! Y yo, esta semana, me he sentido de un modo similar al ver todo lo que se me viene encima.
Os cuento.
Todo indicaba que, antes o después, alguien se interesaría por algo de lo que había escrito hasta el punto de lanzarse al vacío, de apostar por mí, de poner algunas fichas en un par de números de la ruleta; ¿le puedes culpar? también yo lo hice, apostando siempre, siempre, siempre al rojo, porque durante un tiempo lo veía todo demasiado negro.
¿Qué ocurre entonces? La gente dice que, en ese instante, todo cambia. Dejas de no ser nada para convertirte en escritor. Abandonas ese estado etéreo en el que se mezclan conceptos como éxito y fracaso, pasatiempo, dinero, oficio, pérdida de tiempo; lo orientas hacia una certeza, algo que es, y que incluso puede llegar a convertir lo incierto en verdad.
Todo dios piensa así. Los suficientes, al menos. Suficientes para ser considerados una mayoría. Para alcanzar ese número difícil de concretar que convierte a una cifra en colectividad. Supongo que casi nadie entiende que escribir no es ser: es necesidad. Escribir es crear, convertir, transformar, vivir; y nadie tiene poder para negar aquello que no le pertenece.
En público, todo quedará a merced de las opiniones, de poder crecer y, si trasciende, respirará más allá de mí. Me encantaría verlo; ¿cómo será eso de ser fuera de uno mismo? No se me ocurre nada más humano.
Por todo ello, seguiré escribiendo, porque no hay otra forma de vivir; si algo se extiende, vivirá por más tiempo; si no lo hace, permitirá que alguien que solo puede sentirse pobre de un modo, siga siendo afortunado.