María de San José (Salazar) quizá sea la carmelita descalza de la primera hora que mejor captó y asimiló el espíritu teresiano. Uno de los temas en los que nos es posible percibir esa comunión de ideas y sentimientos con la madre fundadora es la conciencia de la dignidad de la mujer. Así, ambas alzan la voz contra las trabas que los varones ponen en el camino para que la mujer pueda vivir y desarrollar en plenitud sus valores, sin tener que reducirse al silencio. Teresa de Jesús ironiza sobre los “jueces de este mundo que, como son hijos de Adán, y en fin, todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa» (CE 4, 1). María de San José, en este fragmento de su Libro de las Recreaciones, lleva a cabo también una crítica, entre solapada y explícita, cuajada de ironías, a una serie de tópicos sobre la mujer —asumidos como verdades irrefutables por muchos varones, principalmente eclesiásticos— que están en el origen de la secular subordinación de la mujer al varón.
En esta obra, dialogan dos religiosas: Gracia y Justa. Gracia representa la manera de pensar de la propia María de San José. Justa tiene, con frecuencia, un punto de vista diferente. En principio, de ideas menos avanzadas, más pendiente de no salirse de lo establecido, y a la autora le sirve como contrapunto para avanzar en el diálogo. Ángela, a la que mencionan al inicio, es pseudónimo de Teresa de Jesús.
Creo que el fragmento no necesita muchos comentarios. En este día en que las mujeres seguimos reclamando el lugar que la sociedad y la Iglesia aún nos niega, puede ser bueno recordar a estas mujeres que nos precedieron y que vivieron ya con tanta conciencia de su dignidad y derechos, y a la vez, con tanta habilidad para saber decirlo y que pudiera ser aceptado.
«Comienza ya —dijo Justa— que me da gran contento oír las cosas de nuestra Angela.
¡Oh, hermana Justa!, y cuán de buena gana comenzara —dijo Gracia— esa materia, ha muchos días que ando con grandes deseos de hacer un memorial de algunas cosas que vi y oí a la buena Madre: pero paréceme imposible salir con ello, lo uno por mi rudeza, que no sabrá decir nada, y lo otro, que es lo que más me acobarda, es ser mujer, a quien ya por ley que ha hecho la costumbre, parece que les es vedado el escribir, y con razón, pues es su oficio propio hilar, como no tienen letras, andan muy cerca de errar en lo que dijeren.
Yo confieso —respondió Justa— que sería muy gran yerro escribir ni meterse las mujeres en la Escritura, ni en cosas de letras, digo las que no saben más que mujeres, porque muchas ha habido que se han igualado y aun aventajado a muchos varones: pero, dejemos esto, ¿qué mal es que escriban las mujeres cosas caseras? Que también a ellas les toca, como a los hombres, hacer memoria de las virtudes y buenas obras de sus madres y maestras en las cosas que solo ellas que las comunican pueden saber, y forzosamente ocultas a ellos: fuera de que podría ser que a las que están por venir les cuadrase más, aunque escrito con ignorancia y sin curiosidad, que si las escribiesen los hombres. Porque en caso de escribir y tratar de valor y virtud de mujeres, solemos tenerlos por sospechosos, y a las veces nos harán daño, porque no es posible sino que cause confusión las heroicas virtudes de muchas flacas, como por la misericordia de Dios en estos floridos tiempos de esta renovación vemos.
Bien dices, hermana —dijo Gracia— que sería confusión si lo que escriben mujeres ellos lo creyesen; pero ¿no ves que han tomado por gala tener a las mujeres por flacas, mudables e imperfectas y aun inútiles e indignas de todo ejercicio noble? Y acerca de esto te diré un cuento que te ha de caer en gracia. Sabe, carísima, que cuando nuestra Madre Ángela fue a fundar a Sevilla, nos venían a confesar muchos siervos de Dios, entre los cuales continuaba más que otros un sacerdote muy bueno, aunque del humor de los dichos, y se alteraba tanto de vernos persignar en latín como si dijéramos herejías, y muy de propósito se ponía a reprendernos, y nos decía que no se habían de meter las mujeres en bachillerías y honduras.
Sin duda debía de ser simple ese siervo de Dios —dijo Justa—, pues no advertía que la Santa Iglesia nos hace gracia de que recemos las religiosas el oficio divino y ayudemos a los santos oficios y sacrificios de la misa.
Simple, hermana —dijo Gracia—, no lo hacía de simple, que de muy atrás tenía ese extremo; mas hay gentes que se escandalizan del aire, y si te hubiese de decir los trabajos y persecuciones que en aquella fundación se pasaron con semejantes humores, nunca acabaría de contarlos.
Y porque tratábamos de nuestro Señor y de las cosas de la fe, que cada cristiano está obligado a creer y saber, como son los artículos de la fe y cosas semejantes, atemorizaban de suerte las flacas que se padeció harto, haciéndolas entender que eran herejes. Yo tengo por gran desatino poner tropezón donde no le hay, y hacer entender a las pobres mujeres que todo es herejía; pero quédese aquí, que es cuento largo. Podrá ser que ordene el Señor que en otra parte se escriba, para que sepan nuestras hermanas cuántos trabajos y aflicciones costaron fundar los conventos a nuestra santa Madre, y se animen a pasarlos, teniendo envidia de las que gozaron de estas ricas ferias».
María de San José
Libro de las Recreaciones