Revista Cultura y Ocio
Los grandes innovadores, quienes roturan caminos, quienes abren vías nuevas para el progreso de la Humanidad, a menudo tienen que resignarse al pago de unos aranceles escandalosos por su intrepidez. Esto lo sabe de sobra Rivière, el viejo controlador aéreo que organiza y mantiene los vuelos nocturnos postales. Varios pilotos a sus órdenes tienen que atravesar horas de oscuridad, en medio de condiciones climáticas adversas, para que se pueda ir consolidando un servicio que él considera “cargado de futuro”, como el arma poética de Celaya. Esa convicción no le impide, no obstante, sentirse abrumado por el dolor cuando la vida de alguno de ellos se pierde en medio de la noche. Rivière sabe que su piloto ha dejado viuda, ilusiones, quizá hijos; pero también sabe que ese tributo resulta imprescindible.A los ojos de los demás, Rivière es un hombre estricto, áspero, que aplica el reglamento de una manera inmisericorde, pero quizá no se dan cuenta de que si flaqueara en esa firmeza se producirían muchos más fallos en el servicio y jamás se establecería un auténtico correo nocturno, del que él se erige en “único defensor” (p.80) en medio del escepticismo general.Esta dura pero espléndida novela de Antoine de Saint-Exupéry presenta (en la edición que he manejado, vertida al español por J. Benavent) varios detalles penosos. El primero es la utilización de sintagmas erróneos del tipo “delante suyo” (p.50) o “debajo suyo” (p.98). Y el segundo es la obcecación que presenta a la hora de traducir la palabra “essence”, que siempre vierte como “esencia”, en lugar del adecuado “gasolina”.Pero ni siquiera esos defectos empañan la fuerza, el vigor narrativo, la hondura psicológica de los personajes del malogrado Antoine de Saint-Exupéry, a quien también se tragó el mar cuando viajaba en su avión.
Grande.