No pisaba un colegio desde el siglo pasado. Y esta semana he vuelto a uno. En marzo, aparte de celebrar el Día del Padre y empezar la primavera, hay que buscar cole para los padawanes, que este año cumplen 3 añitos. Penita.
Quien más y quien menos ha pasado por esta aventura, aunque en realidad el trámite no es para tanto. Que si concertado, que si público, que si bilingüe, que si cerca de casa... Una vez decidida la lista de centros que interesan, y ordenada por preferencia, toca ir a por los impresos y cumplimentar el trámite. Fácil. Lo peor es la espera, como con tantas otras cosas. Tardan como un mes en publicar la lista de candidatos y sus puntuaciones, y otro mes en publicar la lista de los admitidos en el centro, y a dónde derivan al resto. Hay esperas peores, pero si se tiene un interés especial por un colegio en particular, y las opciones no son de tu completo agrado, puedes llegar a desesperar.
Esta 'visita al colegio' me ha servido para dos cosas. La primera es ver que la burocracia sigue anclada en el siglo pasado, y el personal que la maneja, también. Impresos a rellenar a mano por duplicado –y para mellizos, el doble–, apartados redundantes, otros inservibles... Incluso echamos en falta algún apartado o casilla para declarar que la solicitud es para múltiples. O si queremos que los separen en clases distintas o no. Cuando preguntamos la razón por la que era necesaria una firma para acreditar los posibles e inexistentes hijos en acogimiento, la respuesta en secretaría fue que también dudaban y que desconocían la razón, pero que a ellos le pedían que se rellenara. Bufff...
La segunda es más personal, y más íntima. Desde que estamos inmersos en esto de la escolarización de mis pequeños, no dejo de pensar en cómo viviré el momento de dejarlos en el colegio. He leído de todo sobre ese momento, pero da igual. Me lo he imaginado, Varias veces. Y cada vez, cada vez, se me cierra la garganta. Sé que me voy a hartar de llorar. Sé que lo voy a pasar peor que ellos cuando los vea llorar y los deje allí. Sé que me va a costar un mundo, y voy a pasar unos días duros. Será la primera vez para ellos, ya os he comentado muchas veces que no van a la guardería. Y no puedo evitar pensar en cómo se sentirán, si tendrán miedo, o si pensarán que los abandono, si tendrán consuelo. Espero que sea algo que se les pase rápido, y acaben jugando con algún otro niño y olvidando el mal rato... hasta mañana. Espero que el periodo de adaptación sea corto. Se me va a hacer muy duro.
Y también voy a echar de menos las mañanas con ellos, las salidas al parque, los desayunos compartiendo tostadas o bollitos. Al menos las primeras semanas. Con el paso del tiempo volveré a acostumbrarme a tener tiempo libre para mí. Lo mismo me ocurrió cuando decidimos que asistieran a un centro de educación creativa, Educarte, sólo un par de horas un par de días a la semana, para que vivieran nuevas experiencias. Yo podía –y puedo– entrar y quedarme con ellos, y al rato dejarlos jugando, tranquilos. Y con amigas que los quieren. Los primeros días tenía un sentimiento extraño, entre el relax de poder tomar un café y leer el periódico tranquilamente mientras Luke y Leia estaban allí, y la pena porque era la primera vez que me perdía lo que estaban viviendo, no estaba presente viendo lo que estaban disfrutando y experimentando.
Ya os iré contando el proceso, si tenemos plaza, o lo de separar a Luke y Leia en clases distintas. Por ahora, voy asumiendo poco a poco que no falta tanto para septiembre.