Revista Cultura y Ocio
“Las generaciones se suceden a un ritmo pasmoso en la alta mar de la vida, y aún a mayor velocidad en el pequeño y burbujeante remanso del cuadrángulo”. Robert Louis Stevenson
Para Rigoberto Paredes los libros eran el remedio infalible contra todos los males, y tenían la capacidad de otorgar placer y de darle mayor significación a la vida.Él sabía, como pocos, escoger el tono adecuado y el vocablo justo, y eso que legiones de palabras acudían a su conjuro, y decenas de giros idiomáticos se disputaban a la vez el chance (léase el privilegio) de ser seleccionados por el poeta. Por supuesto, sólo Rigoberto sabía preparar la cocción verbal susceptible de crear “el perfecto esplendor de la poesía”(1).En ese menester recurría –como siempre- a su imaginación y a su memoria, que son dones que no se desgastan con el uso. Tras prestar sus servicios en tantos poemarios, las soleadas imágenes del pasado (remoto y reciente) brillan aún en la pupila de la mente, sin borraduras ni tintes descorridos.Se ha ido del todo, pues, el poeta mordaz y socarrón que, además, gustaba del juego y del humor sedicioso. Su quehacer literario es modelo de rigor y perseverancia, de brillantez no exenta en ocasiones de una amarga melancolía.Sin embargo, las chispas creativas con las que consiguió verbalizar su vida interior y sus entrevisiones (de la dura Honduras), y que tanto alumbraron nuestra poesía, “llevan dentro de sí - al decir del poeta Mark Strand- el deseo de ser relevadas del peso de la brillantez”.Rigoberto Paredes quizá se sienta ahora aliviado de esa carga, pero sus amigos y lectores estamos de luto, “porque sin él la tierra es otra”(2).Tegucigalpa, 9 de marzo del 2015(1) Irreverencias y reverencias, p. 15(2) Idem, p. 31