He pedido permiso a Diego Torres, consultor y profesor de estrategia, para publicar en este blog un artículo que me ha hecho llegar y que confíe en que os guste.
Diego ha publicado en Libros de Cabecera (www.librosdecabecera.com) el libro 50 reflexiones sobre estrategia, cuya lectura me permito aconsejaros, porque es un repaso al estado del arte de la estrategia en nuestros días.
Durante el otoño de 2020 muchas empresas en todo tipo de sectores se enfrentaron de repente a un grave problema: una brutal disrupción de la cadena de suministros mundial. Las actividades económicas se recuperaban muy rápidamente del impacto del covid-19. Pero las navieras habían reducido el número de barcos, escaseaban los contenedores, los puertos no tenían personal y algunas fábricas tenían que cerrar intermitentemente. El flujo irregular de materias primas puso en jaque el funcionamiento de empresas que hasta ese momento confiaban plenamente en el mercado global para satisfacer sus necesidades.
Desde esas fechas las noticias muestran un fuerte resurgir de la integración vertical. Las empresas han empezado a tomar acciones para poseer y controlar aspectos de su negocio que hasta ahora se dejaban en manos de proveedores. Home Depot comenzó a fletar sus propios barcos, e Ikea pasó a comprar containers. Hasta Ford anunció una alianza para desarrollar y producir chips informáticos. Este fenómeno ha llamado la atención de Daniel Gross, el editor de la revista strategy+business, que lo ha analizado en un interesante artículo.
La integración vertical no es un concepto nuevo. Ya se explicaba en las primeras escuelas de negocio, poco después de su fundación allá por 1881. Está íntimamente asociada al auge del capitalismo industrial, como la fabricación en serie y la cadena de montaje. En los libros de historia económica aparece como la estrategia favorita de los capitanes de la industria en sectores como el acero y la electricidad para construir empresas gigantescas.
La idea fuerza que subyace a la integración vertical es el control. A finales del siglo XIX algunos empresarios pensaron que valía la pena controlar el mayor número de eslabones de la cadena de valor. Como nos recuerda Gross, cada paso en la cadena de suministro genera costes y se apropia de una parte de los beneficios de la industria. Para alcanzar la máxima eficiencia, la integración vertical permite una perfecta coordinación y una reducción de costes, al tiempo que se maximizan los beneficios propios.
Poco antes del comienzo del siglo XX la integración vertical experimentó un auge extraordinario. De hecho fue la principal fuerza impulsora del crecimiento industrial. Alcanzó su apogeo con Henry Ford, que en su complejo industrial al lado del rio Rouge podía transformar las materias primas en un automóvil acabado en sólo 41 horas. Ford poseía sus propias plantaciones de caucho en el Amazonas, sus fundiciones de acero y hasta su propia central energética. En ese momento parecía que la integración vertical estaba llamada a dominar el mundo empresarial.
Sin embargo, durante el siglo XX la integración vertical sufrió un serio retroceso. Rockefeller amasó tanto poder que el gobierno americano decidió en 1911 desmantelar su compañía, la Standard Oil Company and Trust. Otras empresas fueron objeto de la nueva legislación antitrust, mientras que muchas otras compañías decidieron evitar problemas dando marcha atrás a sus esfuerzos de integración vertical. Por ejemplo Ford, que se deshizo de sus negocios de caucho y de acero.
Con el tiempo muchas funciones de la empresa se fueron especializando, hasta el punto de que merecía la pena permitir que fueran los proveedores quienes se hicieran cargo de innovar y esforzarse para mantener los precios bajos.
Y entonces tuvo lugar una aceleración de la globalización de la economía. A lo largo del planeta surgieron enclaves que desarrollaron una experiencia en producción a bajo coste: electrónica en el sudeste asiático, textil en Bangladesh, componentes de automoción en México o servicios tecnológicos en Bangalore. Subcontratando importantes partes de la cadena de valor, las empresas se beneficiaban de los bajos salarios de esos países.
Poco a poco el mundo de la empresa se olvidó de la integración vertical. La subcontratación ganaba terreno a pasos agigantados. Primero fueron los servicios más accesorios. Después las producciones de tiradas largas. Pero progresivamente pasó a subcontratarse toda la producción, e incluso la asistencia técnica y la atención telefónica. De repente la tierra era plana, como decía el título del famoso libro de Thomas Friedman.
En las últimas décadas tener una compañía con los mínimos activos posibles se ha convertido en una especie de ideal de gestión empresarial: las empresas se quieren centrar en crear marca, desarrollar el software e innovar en el modelo de negocio, dejando a otros aspectos más pesados de la gestión como comprar materia prima, optimizar una fábrica, transportar productos o contratar y gestionar personas. El mercado pareció ser la solución mágica para hacer innecesaria la integración vertical. En el nuevo entorno una gran empresa podía conseguir cualquier producto o servicio a un precio atractivo y sin restricciones.
Y la verdad es que este nuevo orden funcionó bien durante años. Hasta que dejó de funcionar. El Covid-19 sacudió no solo a la demanda sino también a la oferta. Los hábitos de los consumidores cambiaron de repente, y muchos negocios tuvieron enormes puntas de demanda. Se produjeron rupturas en la cadena de suministro de productos tan variados como mascarillas higiénicas, cintas para correr, sillas de oficina o levadura para hacer pan en casa. De repente nadie sabía hacer una estimación de la demanda para las próximas semanas, y mucho menos para el próximo año.
De improviso, para las grandes empresas de todo el mundo, que habían confiado ciegamente en el mercado para cubrir todas sus necesidades, éste ya no era un amigo fiable. Las empresas de automoción eran incapaces de comprar chips, los fabricantes de calzado no podrían encontrar containers para exportar sus productos, los barcos no tenían espacio para atracar en los puertos. Repentinamente, muchas industrias tuvieron que hacer frente a la escasez de toda clase de materiales.
Realmente muchos de los cambios surgidos tras la pandemia son meramente defensivos, respuestas a corto plazo a la falta temporal de productos. A largo plazo es normal que los fabricantes de coches no quieran meterse en un negocio tan complicado y que requiere tanto capital como el de la fabricación de microchips. Y las empresas que venden muebles no es probable que quieran poseer grandes navieras. Muchos de los cambios recientes se revertirán tan pronto se normalicen las cadenas de producción.
Sin embargo otras empresas perseverarán en sus nuevas estrategias de integración vertical. Peloton Interactive, que empezó desarrollando software para bicicletas estáticas, acabó desarrollando sus propias bicicletas, creando una red de tiendas propias y contratando entrenadores para animar a la gente a usarlas.
No es tanto que la disrupción de la cadena de valor haga mucho más necesaria la integración vertical. Es que los problemas generados por el Covid-19 han puesto de manifiesto la extrema fragilidad de las empresas ante cualquier tipo de cambio. Y, además, algunos han visto en la integración vertical la clave para asegurar una buena experiencia del cliente. Amazon, por ejemplo, lleva años invirtiendo en almacenes, medios de transporte y sistemas logísticos para ofrecer un servicio excelente.
La integración vertical, aunque muchas empresas lo hayan olvidado, es un gran modo de tener un mayor control sobre el propio destino. Y tal vez una forma de ser más resilientes. En esta nueva etapa, caracterizada por crecientes tensiones entre bloques comerciales, muchas empresas harán bien en reflexionar seriamente sobre la posibilidad de una mayor integración vertical.