Al diablo se le representa grande, peludo, cabeza de animal, largos cuernos y espolones en rodillas y codos; a veces puede mostrarse con forma de serpiente, cuervo, gusano, o semejante a personas o ángel negro, etc. Los demonios de cuerpos horrendos y agresivos adoptan formas variadas, todas ellas sujetas a una imagen de poder enfocada en hacer daño y en conquistar las almas; destacan por su ubicuidad y poliformismo, y por el hedor que desprenden sus apariciones con la consecuente pestilencia que dejan tras de sí. El demonio, palabra que deriva del griego, está prácticamente ausente en el Antiguo Testamento, sólo aparece esporádicamente como elemento poético, literario o mítico. Satán es uno de los hijos de Dios, vive en la corte celestial y cumple la misión especial de fiscalizar el comportamiento de los hombres; es al final de la época veterotestamentaria cuando Satán se va a ir convirtiendo en el tentador, se va transformando en el Diablo, cuyo significado etimológico es "quien pone división". Lucifer o Satanás identifican al diablo rebelde contra Dios y tentador del hombre. Los demonios como seres absolutamente malignos son una creación cristiana, sobre todo a partir de San Agustín quien determina que los espíritus que pueblan el aire (unos maléficos y otros benéficos) son todos presencias diabólicas prestas a engañar a los fieles.
En la Edad Media, cuyo mundo demonológico se ve enriquecido por aportes procedentes de medios gnósticos y maniqueos, las tentaciones de los demonios se hallan unidas a la idolatría, todos los ídolos paganos son demonios, conducen a los fieles a la idolatría y el paganismo. El demonio puede aparecer allí donde menos se le espera. El monasterio supone uno de los escenarios predilectos para la acción demoníaca, es una amenaza constante para el consagrado a la vida religiosa. Quien cae en las garras del demonio se aparta del camino de Dios y como consecuencia sufrirá castigo y penas. Los pecadores rendirán cuentas en el Juicio Final y según el peso de las almas serán salvados o condenados. Cuatro son los grupos que irán de cabeza: 1º quien desempeñe trabajos indignos, 2º por su naturaleza y orientación sexual, 3º por su religión, etnia o pertenecer al grupo de seres imaginarios, 4º por carecer de una actividad conocida. El imaginario del Juicio Final y del Infierno estaba mucho más presente en los tiempos del románico que en nuestros días. Para librarse de las tentaciones, los encantamientos, las seducciones, de los engaños del maligno, de la bestia, del monstruo con pezuñas, cuernos y rabo, o del mal de ojo que afectaba a los indefensos, se usaban antídotos, talismanes y otros objetos con propiedades profilácticas. Cualquier amuleto, cualquier fetiche, fuera del material que fuese, aumentaba su capacidad protectora y curativa si llevaba inscripciones incorporadas, citas de las sagradas escrituras, nombres de santos, etc. En la Edad Media cobran importancia dos poderosos intercesores que son escasísimos contra la posesión diabólica: San Antonio Abad y el arcángel San Miguel patrono y protector de los monjes y las cuevas.
La figura del diablo, al igual que el mito del infierno, entendidos como elementos que forman parte de una serie de prácticas y creencias ya sean religiosas o populares, están presentes en diferentes culturas desde tiempos inmemoriales. Los rasgos esenciales de la demonología cristiana (el demonio siempre aparece asociado al infierno) se fijan en los siglos IV al VII y se extienden en siglos posteriores. Para el hombre del románico la existencia del demonio y el infierno era tan real como la vida misma.