Por Juan Alonso
Pasó durante una de esas noches congeladas de julio en Buenos Aires. El dueño del video (cara de cuervo, ojos de cabra) recomendó los tres unitarios de la serie sueca Millenium y compré sin pensarlo, a pesar de que prefiero al parco detective fofo y alcohólico Kurt Wallander a la moderna hacker investigadora Lisbeth Slander. La perturbada (y perturbadora) maqueta que ideó el escritor de best sellers fallecido Stieg Larsson para reflejar la decadencia de un mundo en donde el final está en los huesos.
Eso y polvo quizá perduren. No mucho más.
Ella es ágil, letal, con un coeficiente intelectual superior a la media, se mueve bien en los pantanos de la mente criminal. La heroína de Larsson es una mujercita delgada y joven con una voluntad inquebrantable de buey de la sabana. No le teme a nada, porque para Slander no existe lo imposible.
Sin embargo, algo falla. La chica que soñana con una cerilla y un bidón de gasolina tiene recuerdos. El abuso infantil y la pérdida de su abuelo que la rescató de los infiernos de un trauma que circula en su inconsciente en forma de espiral, la abruman y la convierten en fría calculadora letal: una mujer desamorada, aunque tierna, siempre lista para saltar al vacío en busca de otra eternidad. En otro sitio, en otro país, en otra identidad, abandonándolo todo.
Menos el pasado que retorna a su presente en pesadillas.
En cambio, el amigo Wallander es un detective atípico. Le teme a los retos de su padre anciano y evita ir a visitarlo en una zona campestre de Suecia. El viejo vive en una casa desmoronada como el mundo que ya no existe.
Wallander lo sabe. Tiene una mirada aguda para ver la falta ajena y las más mínimas grietas de los otros. Pero no dispone de tiempo para su propio espejo. Elige seguir investigando homicidios y casos extraños que lo enlazan con la Interpol, las mafias de todo tipo, las huellas de la muerte ajena, la adicción al tabaco, el alcohol y el abandono al que lo someten (por su exclusiva responsabilidad) cada una de las mujeres que conoce por gracia divina.
Una fiscal parece decirle que sí, pero la avanza tan mal que es rechazado. Se emborracha y queda mal parado en la ruta y en la vida, hasta que dos compañeros de la estación de policía lo mandan a dormir la mona.
Creyó que todo iría bien. Pero no. Se cae a cada paso.
Su ex mujer lo invitó a cenar para anunciarle que jamás volverá para irse rauda en el auto de su nuevo hombre, joven, apuesto y con un futuro por reconocer.
No hubo adiós.
Wallander la vio partir, destrozado.
Entonces, como siempre, optó por refugiarse en el trabajo y en el amor de su hija que cambia de novios como de estudios, y que será detective como él. Y aún mejor.
Kurt Wallander, la maravillosa invención del escritor Henning Mankell, nacido en Estocolmo en 1948, tiene un toque del inolvidable sibarita Pepe Carvalho, de Manuel Vázquez Montalbán.
Por eso, el tal Wallander parece argentino. Siempre está a medio caer pero se mantiene altivo y de pie.
Su alter ego, la también sueca Lisbeth fundada por el genial Larsson, se debate en la serie frente al periodista de investigación Mikael Blomqvist -inmerso en una profunda crisis de credibilidad- por un juicio perdido, a raíz de una nota fallida que soporta junto a su jefa, socia y amante en una rueda de insatisfacción permanente.
La saga sigue si curso como un violín en manos artesanales.
El intrépido Blomqvist se topa con un reto que no podrá deshacer tan fácilmente: la resolución del caso de una mujer desaparecida, nieta de una anciano empresario, que lo contrata para conocer la verdad sobre la historia que encierra incesto, humillaciones, muertes y hasta ricos que son, en realidad, asesinos en serie.
En fin: la realidad sueca pintada por Mankell y Larsson está inmersa en la xenofobia y la codicia. Los malos son tan malos como en cualquier otro punto del planeta y los héroes caen mortales como cada uno de nosotros.
Meterse en la piel de estos justicieros que salieron de los libros es tan real como mantenerse vivo en un mundo que se deshace.-
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