Revista Diario
Por fin, después de 13 horas de viaje, ¡Katmandú!
Desde el avión se nos presentaba una ciudad densa y colorida con un cielo azul muy madrugador, rodeada de un impresionante valle de montañas. Y es que esta ciudad es la más poblada de Nepal, a 1,317 metros sobre el nivel del mar.
Llegamos aproximadamente a las 5 de la mañana. Digo así, aproximadamente, porque en ese momento ya no sabía muy bien en qué uso horario me encontraba (entre las 7 horas de diferencia de México con España, más otra en Estambul, las horas de vuelo y demás, estaba un poco perdida en el tiempo).
El aeropuerto de Katmandú es pequeño, nada moderno comparado con los anteriores que acababa de visitar. Es necesario solicitar visa para entrar. Afortunadamente, ahí mismo se puede comprar, incluso ¡hay fotógrafo para tomar la foto necesaria para la solicitud! Aventureros, hippies, monges, alpinistas y viajeros éramos los que formábamos parte de los recién llegados.
Al recoger las maletas se tiene que salir directo a la calle, donde se amontonan carteles con nombres en todos los idiomas sostenidos por sonrientes guías. Y ahí estaba Krisna, que con un "bienvenidos a Katmandú" en suave español, nos colocó un collar de flores muy olorosas: claveles color naranja (para mí, color cempasúchil).
A partir de entonces, cada vez que escucho un "Bienvenidos a...", siento un nudo en la garganta. ¡Cuánta vida hay detrás de esa frase!
Y así, con esa sonrisa y un jet lag aún despistado, empezó el descubrimiento del sur de Asia.