Afirmaba Jonathan Nolan, cocreador de la serie junto a Lisa Joy, que “debemos entender la primera temporada como un prólogo”. Pero quizá esto no sea más que un pretexto para justificar el ralentí al que avanza la máquina narrativa en algunos capítulos centrales de la temporada. De hecho, lo primero que sorprende de Westworld cuando uno comienza a verla es su particular narrativa. Me explico:
Westworld es un mundo diferente, un parque de atracciones con robots que parecen humanos. Debido a ello, los guionistas podrían haber comenzado a contar la historia sin explicarnos todo, sin hacer un resumen de situación y, al igual que Lost, utilizar el desconocimiento del espectador sobre ese “nuevo mundo” (sea un parque de atracciones o una isla perdida) como parte del misterio, como una forma de desplegar la trama a base de pequeñas píldoras; cuanto menos información tengamos más interés pondremos.
Pero se trata de una idea muy arriesgada y el riesgo hay que asumirlo con todas las consecuencias; Westworld es una reinterpretación de una novela de Michael Crichton cuya ejecución no resulta fácil. El producto final podría haber sido un fracaso, y sin embargo ha triunfado entre el público estadounidense y, por extensión, en todo el mundo. Y lo ha hecho a pesar del hastío que se produce hacia la mitad de la temporada. ¿Por qué? Porque Westworld plantea cuestiones filosóficas sobre un original fondo de ciencia ficción. Y ofrece al espectador muchas más respuestas que otras series del mismo estilo. Los robots están dotados de una historia, de una memoria, de unos supuestos recuerdos que no son tales. De un sentido o noción de la propia existencia aunque esta no se más que un loop, una repetición en bucle de la misma rutina. Pero, como afirma Ford, el personaje interpretado por Hopkins ¿Acaso no vivimos nosotros también el loop de nuestra rutina diaria? ¿Quién puede garantizar que la consciencia de los seres humanos no ha sido también manipulada por una inteligencia superior?
La historia transcurre en un parque de atracciones ambientado en el lejano Oeste. En él conviven robots (los anfitriones) y humanos (invitados) que acuden a dar rienda suelta a sus instintos más primarios y a vivir experiencias que no pueden encontrar en la vida cotidiana. Los anfitriones ofrecen a los visitantes aventuras, sexo, duelos a muerte, vivencias extremas y reales. Luego tenemos los giros argumentales, auténtico sustento de la serie, que además equilibran la debilidad de los personajes: los humanos estereotipados y robots sin desarrollar aún.
No obstante, se agradece mucho la huida del convencionalismo y del drama clásico que sólo busca una hipotética adicción a la serie. Westworld es una propuesta arriesgada que ha calado entre el gran público porque nos conduce a reflexionar, pues ¿no somos al fin y al cabo nosotros también robots?