Revista Cultura y Ocio
Whiplash es una película que habla sobre las limitaciones y sobre el modo de superarlas. También es un elaborado discurso de cuyas líneas es posible extraer muchas conclusiones útiles. Una de ellas es la vigencia de la voluntad. No hay nada que no se consigue a base de esfuerzo, parece gritar cada poro de la piel de esta historia. Nada que no se franquee si se le aplica el trabajo y la motivación adecuadas. Otra lectura es si se puede pagar cualquier peaje en ese adiestramiento salvaje, si se pueden dejar por el camino asuntos más trascendentes que el mero hecho de dominar una disciplina, sea la de ser batería de jazz o escritor de novelas de misterio. Quien entre en serio en Whiplash va a encontrar frases sueltas que hablan de todo esto. No teman si abundan; si el guionista y director, Damien Chazelle, se empecina en repetir la misma escena las veces suficientes como para que puedan invitar al cansancio. Whiplash nos adiestra también a nosotros: va modelando nuestra paciencia, aparta la neblina que produce la repetición y termina por convertirnos en espectadores agradecidos por esa pedagogía que se ha desplegado a nuestro beneficio.
El genio, en jazz, en la cocina o al mando de un coche de carreras, se pule si se trabaja. Eso viene a decir Chazelle: no hay talento que no se reblandezca si no se practica, no hay oficio que no se ennoblezca y perfeccione cuando se le procura tiempo y empeño. La sangre en las manos de Andrew Neiman, el heroico protagonista (un muchacho que quiere ser un grande en la historia del jazz en su instrumento, la batería) o el hielo en donde las introduce cuando el dolor las atenaza son el icono forzado (creo que un poco forzado, la verdad) con el que se introduce gráficamente esa idea de esfuerzo absoluto, de fanatismo aplicado a la consecución de un objetivo. En ese ensayo continuo no se advierte si Neiman ama la música, el jazz que toca, o si únicamente se sirve de ella para alcanzar ese rango épico que le mueve a diario y hace que su vida no tenga otro aliciente. Ejecutar una pieza de modo magistral no evidencia que se ame esa pieza de un modo pasional. Siempre hay un precio que pagar, no obstante: el de Neiman es altísimo. La sangre, el sudor y las lágrimas famosas, las que ilustran siempre la adquisición de cualquier saber, son aquí literales, se ven, se huelen casi. Es ahí, en ese hilo moral del argumento, en donde Whiplash cobra su fuerza: en la constatación de que todo está permitido en la didáctica que moldea al genio. Si se puede vender el alma al diablo para tocar como los ángeles. Si se puede sacrificar todo (en esta trama hay renuncias por todos lados) por ser sublime en algo.
Mención aparte, la más enfatizable, es la del trabajo de J.K. Simmons en el papel de Fletcher, el profesor estajanovista, obsesionado por la perfección,. Simmons es un actor enorme que todavía no está en donde debería, al que aún no se le ha valorado con justicia. Lo que hace es asombroso: un actor en absoluto estado de gracia, una recreación majestuosa del profesor cabrón que sólo tiene un anhelo: el de hacer alumnos brillantes, aunque algunos se queden en el camino y lastren sus vidas y las malogren de un modo a veces irrecuperable. Cada gesto que hace, cada frase que pronuncia subraya esa idea de magisterio salvaje. Fletcher ocupa toda la pantalla, acapara toda la atención de un espectador nublado a ratos por la dureza de su comportamiento y enternecido en otros al ver asomar un corazón detrás del escudo protector. El clímax final (apoteósico, créanme) cierra el tour de force entre profesor y alumno y lo hace de una manera convincente, espléndida, iluminadora. Y si alguien se arredra por la presencia continua del jazz y no es muy aficionado al género, que transija, que eche el cerrojo al prejuicio y se acomode lo mejor que pueda y deje que el cine (el bueno) le cuente una historia sobre el alma humana. Es de eso de lo que trata, no es una película sobre jazz, aunque el jazz (y bueno también) lo impregne todo y todo lo engrandezca.
Al acabar de verla anoche, me lancé a escuchar a Buddy Rich. No podía censurarme ese capricho. Hubiese querido poner también a Charlie Parker o a Duke Ellington, del que suena una maravillosa versión de su inmortal Caravan, pero era tarde y hay que obedecer ciertas reglas. No todo es admisible, ésa es una de las enseñanzas (imagino que entre otras igual de notorias) en Whiplash. Le debo a mi buen amigo Rafa Roldán que me pusiera otra vez en la pista. Es una de las charlas (muchas pendientes) que tendremos cuando hagamos un nebraska con un par de cervezas.