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William Castle era un niño cuando decidió que quería dedicarse a contar historias. Pero no historias ‘normales’, solo aquellas que causaran un gran impacto, que hicieran saltar a los espectadores de sus asientos. Su género, por tanto, iba a ser el terror.
Castle nunca consiguió llegar, ni de lejos, a la maestría de Hitchcock, un mago del tiempo y el espacio. Los trucos de Castle eran más evidentes, más rudimentarios. Y estaban, sobre todo, fuera de la pantalla. Lo suyo eran las performances en las salas de cine. Ahí si triunfó y se hizo un nombre a finales de los 50 y principios de los 60: William Castle, el rey del Gimmick.
Se conocen como “gimmicks” los trucos promocionales para llamar la atención y llevar más público a las salas. Una especie de clickbait analógico, un cebo que normalmente promete más de lo que ofrece, pero que durante unos años hizo de Castle un director muy rentable, ya que llenaba las salas con presupuestos ínfimos.
Una vocación temprana
William Castle nace en 1914 como William Schloss, en el seno de una familia judía neoyorkina. Con el tiempo, y para evitar la discriminación, cambia su apellido, pasando de Scholss (castillo en alemán) a Castle (lo mismo, pero en inglés).
Como decía al principio, la vocación le llega a Castle desde bien pequeño. Cuenta la leyenda que con 8 años –se quedará huérfano a los once- su padre le lleva al teatro a ver la obra “Monster” y William pasa tanto miedo que se mea encima.
Esa experiencia le marca, pero curiosamente para bien: se va a dedicar a llevar al público aquella sensación de la infancia, ese miedo artificial que a tanta gente le divierte.
Ya tiene clara su vocación. Quizás todavía no sabe exactamente cómo hacerlo, a qué rama del arte dedicarse, pero sí lo que quiere hacer con su audiencia: captar totalmente su atención, sorprenderle, dejarle con la boca abierta, hipnotizándoles. Y el terror es su manera, un instrumento muy apropiado para todo eso.
Con 13 años ve a Bela Lugosi interpretar Drácula en el teatro. Le fascina. Va una y otra vez al teatro, hasta que la final consigue conocer a Lugosi y éste le ofrece un trabajo como asistente del director escénico para una gira prevista de la función. Deja la escuela por Broadway y se va de gira con Drácula.
Ahí el jovencito William da una idea marca de la casa: Lugosi/Drácula desaparecerá del escenario envuelto en una nube de humo y aparecerá de golpe, como teletransportado, en el patio de butacas.
En esa compañía William Schloss hace de chico para todo y va aprendiendo el oficio. Tiene 20 años cuando se entera de que Orson Welles deja el teatro para iniciar su etapa cinematográfica, nada menos que con Ciudadano Kane.
Su primer gimmick, la actriz antinazi
Ya independizado de Lugosi y con nuevo nombre –Castle por un Schloss que suena demasiado alemán para los tiempos que corren– le alquila el teatro a Welles para estrenar una obra propia. Para ello contrata a la actriz alemana Ellen Schwanneke. Pero William se encuentra con un impedimento: la ley impide que actores alemanes interpreten obras nuevas que no hubieran sido ya representadas en Alemania.
Y con esto llega su primer gimmick. Un truco en 2 partes. En primer lugar, se inventa una obra ya representada por la actriz en Alemania. Como tal obra no existe, la escribe en un par de días y la manda traducir al alemán. La segunda parte del gimmick le viene dada por el destino y marcará toda su carrera posterior. Ellen Schwanneke había huido de Alemania, pero al régimen nazi le atraía la publicidad que pudieran darle las estrellas del cine o el teatro (sobre blanqueo del fascismo no les voy a contar, está bastante de moda) y la invitan a actuar en Munich. Schwanneke pasa del blanqueo y del canto de sirena nazi, lo que le da a Castle su oportunidad.
La invitación a Schwanneke había llegado en una carta de Joseph Goebbels y Castle ayuda a la actriz a escribir una dura respuesta -que elevó a Hitler– y que en brillante exclusiva aparece en unos cuantos diarios al día siguiente.
William Castle vende a su actriz como “la mujer que dijo no a Hitler”, cosa que, por otra parte, es cierta. Pero él es hombre de espectáculo y para darle más “colorido” finge un ataque nazi al teatro, con algunos destrozos y pintadas de esvásticas. La función es un éxito. Nuestro amigo William tiene solo 22 años; de lo que hubiera sido capaz con un móvil y wifi este hombre.
Se va a Hollywood con Harry Cohn, cofundador de Columbia Pictures, judío neoyorquino de origen alemán, como Castle. Cohn ve el enorme potencial del muchacho y en la Columbia William hace de todo: guionista, actor, director de diálogos y finalmente, director de cine B.
Castle se pone a hacer pelis B como churros, de esas destinadas solo a acompañar, en las sesiones dobles, a la que de verdad la gente iba a ver. En este periodo vuelve a cruzarse con Orson Welles: Castle trabajará como productor asociado y localizador de la segunda unidad en La dama de Shanghái (1947).
Cine independiente y muchos gritos
Pero William Castle siempre quiere más, no se resigna a ser un ‘director de churros’ y se independiza de los grandes estudios. En esas se encuentra un día en una sala de cine con “Las Diabólicas” (1955, Henri-Georges Clouzot) y la reacción del público le vuelve a inspirar.
“I want to scare the pants off America”, será su nueva divisa. “Cuando aquella audiencia soltó un grito colectivo de miedo supe que ahí era donde quería llevar al público, pero yo quiero gritos más potentes, más horror y más emoción”.
Tal vez, es cosa mía, a Castle le hubiera encantado ser Hitchcock. Pero el talento del inglés no está al alcance de cualquiera. Y sin ese talento aún es más difícil conseguir el dinero necesario para hacer buenas películas.
Así que William se convertirá en una versión ‘barata’ (dicho sin ánimo despreciativo sino descriptivo) de Hitch. Copiará de él salir en sus películas y el talento para promocionarlas, aunque en Castle parece que la película es una excusa para la promoción, que es lo que le mola. La magia del director inglés estaba dentro de la pantalla, la de Castle fuera: la sala de cine y sus alrededores. En el gimmick.
Durante unos años William Castle se convierte en un director de éxito ya que en una tarde y con la vuelta que te dan al comprar tabaco él te hace una peli con buena recaudación. Así se casca más de 50 películas, el fenómeno. Igual prestigio no, pero unos buenos dólares se sacaban sus productores. Es el mercado amigo.Peli a peli, golpe a golpe
Pero los principios suelen ser duros y para financiar su primera película –Macabre, 1958– hipoteca su casa. Nada nuevo para William: el alquiler del teatro de Welles se había llevado la herencia de su padre, por ejemplo. Castle siempre al límite. Nada reseñable en el film; como les decía, el talento de Castle llega con la promoción. La peli va a dar tanto miedo que Castle les contrata, a todos los espectadores, un seguro de vida, por si alguno la palma. En el vestíbulo coloca enfermeras y en la entrada coches fúnebres.
Al año siguiente presenta La mansión de los horrores, para la que consigue al gran Vincent Price. Va a ser la primera película en Emergo. ¿Un tipo de filmación, un revolucionario sistema de proyección? No, un esqueleto tirando a cutre que en una especie de tirolina aparecía flotando entre los espectadores. Algo parecido a la casa de la bruja de una feria. No daba miedo pero los espectadores pagaban encantados la diversión de tirarle palomitas al muñeco y echar unas risas. Otro éxito de taquilla.
La siguiente película –Escalofrío, (The Tingler) también con Vincent Price– la presenta el mismo año. Nuestro William sigue a toda pastilla y sin dormirse en los laureles: el Emergo ya es pasado, ahora toca el Percepto. El nuevo invento estará más metido en la peli, que va sobre una especie de bacteria que se esconde en nuestra médula espinal y se alimenta del propio miedo. Para combatirla no hace falta ningún microchip envacunado, se hace gritando. Para provocar esos gritos se ayuda de un mecanismo que hace vibrar algunos asientos de la sala.
En 1960, William Castle presenta Los Trece Fantasmas. Y lo han adivinado, Percepto es historia, la peli nueva llega con el Illusion O. Quien tenga una edad –la mía, por ejemplo – recordará aquellas gafas de cartón con celofanes de dos colores para ver las pelis en 3D. Una experiencia inolvidable que gracias al cielo fue muy fugaz. Pues este Illusion O era algo así, excepto que los colores estaban en horizontal, uno sobre el otro ocupando los dos ojos. Según el color que te pusieras veías los fantasmas o no. O veías todo borroso, te daba dolor de cabeza y te ibas a ver una peli normal.
¿Quién dijo miedo?
Al año siguiente uno de mis gimmicks favoritos. La peli es Homicidio, con una asesina psicótica y con Castle presentándola en la pantalla en plan Hitchcook.
Aquí el claim es un clásico: “Money back guarantee” (con perdón por los palabros). En mitad de la peli se para la proyección: quien no resista tanto terror acumulado puede largarse y se le devuelve el dinero. Y claro, pasó lo que tenía que pasar, que una vez vista podías volver al cine y aprovechar la pausa del miedo para verla sin pagar las veces que quisieras.
Pero, como era de esperar, Castle reacciona y le hace un gimmick a su propio gimmick: crea el “Yelow Corner” o rincón de los cobardes. Quien quiera marcharse y recuperar su dinero debe esperar ahí a que termine la película y que el resto de espectadores, al salir, vean a los cobardes como si de un zoo se tratara. Evidentemente las salas del miedo se vaciaron. Zas. Rey del gimmick solo hay uno, ¿qué os pensabais?
En 1961 William está inspirado, en la cumbre de su carrera. Nueva peli. Para El Barón Mr Sardonicus idea un “elige tu propia aventura”. El público puede votar el final si mata o no al villano, con unos cartelitos con pulgar hacia arriba o hacia abajo. Y lo han adivinado: no se conoce otro resultado que la muerte. Castle aseguraba que se rodaron los dos finales pero teniendo en cuenta lo ahorrativo de sus presupuestos permítanme que lo dude.
La decadencia de Castle
A partir de 1962 empiezan a acabársele las ideas, aparte de que el público está cambiando y ese aire de feria que tenían sus espectáculos no engancha tanto. En esta etapa consigue varias colaboraciones con Joan Crawford (mi mente también se acaba de ir a ¿Qué fue de Baby Jane?), una estrella con un final de carrera bastante triste.
En Camisa de Fuerza (1964) Joan Crawford en persona reparte entre el público hachas de cartón. Y en Jugando con la Muerte (1965), también con Crawford, en los asientos traseros de la sala se instalan cinturones de seguridad para evitar las probables crisis histéricas, con convulsiones incluidas, que el terror de la pantalla pueda provocar a los espectadores. Parece que Castle, siempre tan ahorrativo, deja que los de las primeras filas convulsionen libremente.Su carrera se apaga, aunque su huella quedará en algunos jóvenes realizadores que quedaron fascinados con sus películas-espectáculo, como John Waters, Joe Dante o Robert Zemeckis que llama a su productora Dark Castle.
Bonus track
Este post no puede acabar sin truco o sorpresa final. En 1967 William Castle vuelve a hipotecarse para comprar los derechos de una novela que está a punto de publicarse. La obra es de Ira Levin y a los cinéfilos les sonará el título: Rosemary’s Baby. En Latinoamérica El bebé de Rosemary, en España… me niego a repetir el título, la cumbre del spoiler.
Buena vista aquí el amigo Castle. Es su oportunidad de hacer una película grande, de tocar la gloria. Él está entusiasmado con el proyecto de dirigir una película con un gran estudio; los grandes estudios no tanto. No quieren a Castle, considerado un mago de feria, un charlatán o, en todo caso un director menor.
Paramount se ofrece encantado a hacer la película con la condición de que el director no sea Castle. Él producirá y para dirigir escogen a un joven director polaco muy prometedor, Roman Polanski.Será un rodaje accidentado, con continuas peleas entre productor y director. Por el brillante resultado final sospecho que casi todas las ganó Polanski. Pero ahí está Castle en el cartel de una de las grandes pelis de Hollywood. Por fin.
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