Los lectores de este blog ya conocerán de sobra mi devoción por el creador del ciberespacio. Algún incauto incluso habrá leído las reseñas que dediqué a Mundo espejo y País de espías, que constituyen, precisamente, las otras componentes de la trilogía antes citada. Aunque la última novela me dejó mal sabor de boca, no me va a quedar más remedio que leer Zero History, si es que algún día llega a publicarse en España. Espero que tenga al menos tanta calidad como atesoran estos otros dos libros cuyas reseñas he rescatado a continuación. Cada uno pertenece a una de las series anteriores. Para que no se pierdan con las alusiones temporales incluídas en ellas, sepan que Conde cero, novela intermedia en la Trilogía del Ensanche, fue publicada en nuestro país en el año 1990, y Todas las fiestas de mañana, cierre de la Trilogía del Puente, lo fue en 2002. Ambas fueron publicadas por la editorial Minotauro. Evidentemente, eran otros tiempos.
En 1984, William Gibson publicaba Neuromante, y con ello, utilizando entre otros recursos un montón de neologismos sacados de la manga, se ganaba su pase a la posteridad como el creador de un nuevo subgénero dentro de la ciencia ficción: el ciberpunk. Muchos son los autores que se han sumado desde entonces a esta corriente, que incluso ha tenido sus adaptaciones al celuloide con, eso sí, dudoso acierto. A lo largo de estos años, el ciberpunk ha encontrado innumerables incondicionales (entre los que me cuento) y acérrimos detractores, y además no ha permanecido exento de polémica. El caballo de batalla suele ser la misma definición de lo que es y lo que no es ciberpunk, algo que, debido sobre todo a las campañas de marketing de películas de cine y series de televisión (y claro, a Bruce Sterling), ya no queda muy claro.
A fuerza de utilizarla, la palabra se ha convertido en una especie de título para todo lo que contenga elementos de informática futurista y cualquier tipo de aditamento cibernético enchufado o implantado en el cuerpo humano. Pero la realidad es mucho más compleja, pues el género tiene sus propias normas ya asentadas en el lejano año 1984. A saber: grandes multinacionales que dirigen la marcha de los gobiernos; protagonistas con un característico perfil de perdedor, que subsisten en el arroyo y que no tienen más remedio que dejarse arrastrar por los acontecimientos; los consabidos ciberelementos con los que navegar mentalmente por el ciberespacio, también llamado Matriz; la ciberjerga y, por encima de todo, el imprescindible desarrollo de novela negra. Estos son los elementos habituales del ciberpunk, y todo ello es lo que ofrece en grandes cantidades la novela que nos ocupa.
La narración de Conde Cero tiene lugar siete años después de los acontecimientos ocurridos en Neuromante, y aunque en realidad es una continuación lógica de los hechos allí acaecidos, sus protagonistas no son los mismos. Durante el tiempo transcurrido, fenómenos extraños han tenido lugar en el ciberespacio, hechos misteriosos que apuntan hacia la imposible existencia de inteligencias autónomas en su interior (algo que el lector de Neuromante ya conoce). En el arranque de la novela, un mercenario es contratado para sustraer a un trabajador de una empresa y traspasarlo a otra, una marchante de arte debe encontrar una pieza muy valiosa, y un joven anónimo, el Conde Cero, tiene un extraño encuentro en la Matriz. Estamos ante una novela de construcción coral, en la que las diferentes ramas argumentales acaban en su conclusión sabiamente enlazadas, y en la que la acción, sin ser espectacular, hace que el interés no decaiga en ningún momento. Escrita dos años después que su distinguida predecesora, Conde Cero goza de un mejor y más ameno estilo narrativo, aunque la historia que tiene lugar en ella sea menos trascendente. Estamos ante una lectura de gran entretenimiento a la que sólo aquel que tenga prejuicios contra este subgénero no logrará arrancarle un sustancial disfrute.
Para dar fin a esta reseña me van a permitir caer de pleno en la tentación de hacer un guiño a lo anecdótico, especialmente a todos aquellos que disfrutasen en 1999 con cierta película de ciencia-ficción. Sin duda, estos dos pasajes van a resultarles, cuando menos, familiares:
"-Me voy ya -anunció-. Tengo un viaje a Sión, y luego ocho cápsulas de algas para los suecos."
...
"Bueno -dijo Bobby, entendiendo-, entonces, ¿qué es la Matriz? (...)
-El mundo -dijo Lucas."
Desde luego, una película tan ciberpunk como es "Matrix" difícilmente podía tener mejores referentes.
Por fin, la editorial Minotauro publica en nuestro país la última obra de William Gibson, y como ya es costumbre, con una presentación irreprochable. El título, un claro homenaje a la mítica banda Velvet Underground, sirve de antesala a la habitual crónica de supervivientes urbanos gibsoniana, escrita con su habitual brillantez estilística, esta vez incluso sublimada.
El escritor norteamericano, que se sigue mostrando avaro en cuanto a la cadencia de sus obras, parece entregado a las series. Series algo peculiares, eso sí, ya que las dos trilogías escritas por Gibson lo son más por escenario que por argumento. De hecho, aunque comparten algunos personajes, se pueden leer independientemente, algo digno de agradecer. Todas las fiestas de mañana cierra la denominada Trilogía del Puente, que en cuanto a calidad progresa en sentido contrario a la archifamosa Trilogía del Ensanche (término, este último, sólo traducido en la primera novela). Si desde la seminal Neuromante, madre del subgénero bautizado como ciberpunk, hasta el final de la serie se daba un progresivo descenso de calidad, la recién finalizada trilogía ha ido creciendo en importancia desde la decepcionante Luz virtual y la notable Idoru hasta Todas las fiestas de mañana, estilísticamente hablando, la mejor novela del género que yohaya leído en estos últimos años.
Lejos ya del ciberespacio y demás parafernalia tecnológica que le dieran fama, Gibson ha abandonado definitivamente el ciberpunk. Precisamente ahora, en estos tiempos de Internet, cuando su condición de profeta podría permitirle vivir de las rentas utilizando historias del mismo pelaje, el norteamericano ha decidido dejar de lado todo eso (ha dicho repetidas veces que la Red le aburre), salvar el resto de elementos y dedicarse a cultivar un near future de estilo muy personal.
Es tiempo ya de reconocer los meritos de un escritor que posee uno de los estilos más personales, arriesgados y absorbentes de la ciencia ficción actual. Un escritor que debería figurar entre los pocos aventajados que han logrado cierto predicamento fuera de las fronteras de la cf, escritores como Bradbury, Le Guin o Ballard. La potente prosa de este autor es altamente adictiva. Directa, ágil, de un detallismo exacerbado, rica en el uso de metáforas que configuran ambientes cuya esencia parte de un high tech sucio envuelto en una sugerente atmósfera noir. La forma de narrar de Gibson es una herramienta que no sólo consigue hacer llegar la historia al lector de forma trepidante, casi violenta, sino que además cobra sentido por sí misma. Tanto que, al margen de la interesante trama, leer sus obras se convierte siempre en un gozo, solamente por cómo estan escritas. Una sensación que en esta última novela es abrumadora.
Paralelamente a la manera de describirla, la realidad en sí que nos hace llegar el autor es desangelada, siempre a punto de desmoronarse y sólo apta para supervivientes, como lo son los habitantes del puente, o los personajes que se ven empujados hacia él, protagonistas de las dos entregas anteriores (Chevette, Rydell, Laney, la Idoru...) y que por fin se encuentran en este fin de fiesta para ser testigos de un nuevo salto hacia adelante de la civilización, un punto nodal cuya causa (el lector ha de estar atento) puede no ser la que se presupone. El libro se permite, incluso, un par de curiosidades. Hay un claro homenaje a "2010: odisea dos" en uno de sus capítulos y una incoherencia inexplicable en otro: un cambio de personaje que no puede ser otra cosa que un error.
Todas las fiestas de mañana es, anécdotas aparte, una novela para disfrutar de verdad.